9.11.09
MENOS, POR FAVOR
Manifiestos por el aburrimiento y la descongestión
Nuestro tiempo, bautizado como una era del vacío, se ha caracterizado precisamente por la saturación de información y, en especial, por la intrascendente, subjetiva, promocional, innecesaria y narcisista. La profusión de gadgets que han protagonizado la revolución comunicativa han hecho deberes de distracciones y cultura del entretenimiento.
Rasgos reconocidos de la posmodernidad fueron precisamente la aceleración y compresión de todo discurso, en especial el audiovisual, una abusiva referencialidad y un gusto neobarroco por la ininteligibilidad. Podríamos decir que la era del vacío ha sido en realidad la del horror vacui. Fueron los tiempos de Quentin Tarantino, David Carson, o los gemelos Doug y Mike Starn, por citar un cineasta, un diseñador gráfico y unos fotógrafos de influencia incontestable y cuyo trabajo se basaba en una gran complicidad con el espectador, al que exigían perderse en la superficie y desfacer entuertos intencionados. Su lógico relevo, o alivio, debería pasar por una descompresión, un neominimalismo que no proponga un orden estético tanto como una disolución de la experiencia estética, necesitada de páramos despejados y gozos dilatados, reposados y duraderos.
Característico de esta tendencia, sería todo lo que rechace la codificación, la densidad y la recursividad. Se busca un paréntesis donde han habido tantas exclamaciones, frases en cursiva y notas a pie de página. Aún más, se desprestigiarían los términos, técnicas y vaselinas que hacen atractivo lo atractivo: lo obvio, armonioso, narrativo, melódico, simpático, espectacular, sorprendente, original, con mensaje, conciso y concienciado. En la cúspide de todos los malos influjos, el surrealismo. Como recordaba Glen O’Connor en su defensa del subrealismo, todo lo sembrado por los surrealistas es ahora la norma publicitaria. Como lo dijo en 1978, no pudo señalar el mismo despilfarro de la herencia surrealista en artistas sobrevalorados como como Spencer Tunick , que han hecho de la cantidad, la promoción y el no-se-había-hecho-antes su principal argumento. Contra la espectacularización de absolutamente todo, la ley del asombro, los programas de zapping, tus nuevos amigos del Facebook y el spam cultural, alguna defensa deberemos crear.
El aburrimiento, en este contexto, supone dejar de reaccionar constante, exclusiva e inconscientemente al mundo externo y, por tanto, ensayar otra atención, de permeabilidad más selectiva, que suponga además una oportunidad a la exploración del mundo interno. El aburrimiento, precisamente, ha sido defendido como una manera de resistir la distracción constante y mantener el control sobre la propia existencia (Krakauer), así como una condición para la creación de lo realmente nuevo (Ben Highmore). Sin embargo, pocas cosas gozan de peor reputación que el aburrimiento en un mundo-mercado que combate cualquier tiempo inactivo con todo tipo de productos. Motorola acuñó el término microboredom (microaburrimiento) para referirse a los espacios de tiempo, cada vez menores, sin una actividad definida. Los móviles son la pesadilla de esos microespacios para el devaneo. Motorola ideó contra ellos los mobisodes, episodios de dos minutos de series como Lost o Prision Break, aunque los juegos y distracciones ideados para matar el tiempo son en este medio infinitos.
Para Brenda Laurel, ahí radican los principales peligros de las nuevas tecnologías, no en lo que aportan, sino en lo que erradican: En cuanto a los ordenadores, móviles y omnipresentes, no me preocupan tanto por sus efectos sobre nuestra intimidad como por su capacidad acomodaticia en la experiencia cotidiana. No me preocupa tanto el control que ejercen en nuestras vidas, como que desaparezcan las ocasiones para los encuentros azarosos y de provecho inesperado (serendipity). No me preocupa tanto la confianza que depositamos en ellos como el que podamos encontrar fuera de ellos momentos y espacios tranquilos, adecuados para reflexionar.
Sin abandonar el mundo del consumo cultural, sin apagar siquiera el ordenador, aparecen síntomas de cómo valoramos crecientemente las evocaciones a la nada.
La necesidad de instaurar este tiempo para lo vacío (y eso incluye lo banal) podría explicar, por ejemplo, el éxito de las selecciones de postales aburridas que ha publicado Martin Parr (a la edición original de Boring Postcards añadió otra de postales alemanas y una más de estadounidenses), el interés y aprecio por la baja definición (como en las fotografías de Miroslav Tichy, pobres en detalle debido a que están hechas con cámaras de fabricación manual) así como por esa exploración del hiato que suponen, por ejemplo, las últimas películas de Albert Serra. Y no lo digo porque el suyo sea un cine lento, como agradecemos que nos adviertan vulgarmente, sino porque en sus dos últimas producciones ha desarrolllado episodios apócrifos de mitos de la talla del Quijote o los mismísimos Reyes Magos.
Serra no inventa estampas que compitan con las que ya están ancladas en nuestro imaginario, sino que recrea los episodios anodinos, rutinarios o intrascendentes que por fuerza deben haber entre las viñetas esenciales de todo relato. Tanto Honor de cavallería como El Cant dels ocells, retoman de las road movies, o de Cavafis si lo prefieren, la idea de que la meta es el camino, que en la rutina está la gesta y que hay que atravesar desiertos para darse cuenta de ello.
Que del aburrimiento surgen renovadas fuerzas y rutas creativas es cosa sabida.
De hecho, la ociosidad y el aburrimiento son parte de la decadencia consustancial a la modernidad, en el paso del XIX al XX como del XX al XXI.
Eugene Weber, en Francia, Fin de siglo, escribe: ‘...el aburrimiento es el leitmotiv de una epoca en la que el ocio se multiplicó sin que aparecieran nuevas maneras de ocuparlo’. Cosa bien distinta es el panorama actual, en el que el aburrimiento, o mejor dicho, lo que Richard Louv llama a constructevly bored mind, se ha convertido en todo un objetivo. El prestigio del buen aburrido se cimenta hoy en su condición de resistente, de ciudadano a contracorriente del paisaje mediático. Es la penúltima declinación del cool. Son las chicas de Ghost World, el novio de Juno y, por supuesto, el nota Lebowsky.
El cine reciente está lleno de apatías y vacíos mostrados como signos de nuestro tiempo, desde Lost in Traslation, pasando por Millenium Mambo o la reciente trilogía trágica de Gus Van Sant. No me olvido, en otra pantalla y coordenadas, del célebre ¿Te gusta conducir? de BMW.
Hallar en la ataraxia una expresión de existencialismo interesante es herencia directa de las road movies seminales (Two-lane Blacktop, Vanishing Point) y estas están muy presentes en la obra de Wenders, Jarmusch y otros popes de nuestra modernidad, capaces de contagiar el gesto del que vence al tiempo, lo exprime, en aparente indolencia. El tiempo ya no se mata, se deleita en slow-motion.
En ningún medio es esto tan claro como en la fotografía contemporánea, en la que abundan tiempos suspendidos (Jeff Wall), paisajes desiertos (Sonja Braas) y rostros inexpresivos (René Dijkstra), estudiadamente inexpresivos.
Eugene Weber, en el libro antes citado, nos recordaba que a mediados del XIX, no habiendo espejos en la mayoría de las casas, cabía imaginar una sociedad de gestualidad facial muy parca. (¿Significa eso que eran menos coquetas las adolescentes, menos intimidatorios los policias o menos brabucones los malhechores?)
Estar aburrido, implica hoy gestos estudiados, perfectamente codificados, aprendidos y ensayados en las pantallas. Eso sí, ya no serán, quizás, señales demandando un rescate sino todo lo contrario: un tiempo a salvo del mundo y de cuanto interesante tiene que ofrecernos.
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 4 de febrero de 2009.
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=04&bm=02&by=2009&ed=04&em=02&ey=2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario