(Notas para una conferencia sobre la irrupción del futuro presente)
El cine de Ciencia Ficción, y el fantástico en general, alcanzaron a finales de los sesenta un nuevo umbral en lo que a su consideración crítica se refiere. En apenas un lustro, el género pasó a ser reconocido fuera del ghetto teen gracias a una serie de títulos que forzaron su potencial artístico y narrativo, a la vez que no ocultaban su ambición reivindicativa, alegórica y hasta filosófica.
En definitiva, la ciencia ficción era ya cosa de adultos.
Estas cintas se distanciaban de las que caracterizaron el género anteriormente por la complejidad de sus argumentos, su verosimilitud y por el abandono de ciertos clichés estéticos que tan sólo los cartoons y la saga de Star Treck han deseado perpetuar.
El futuro, podía concluirse ahora, no será otra cosa que la sombra deformada del presente. Sobre la Ciencia Ficción se cernió un pesimismo generalizado que hizo de muchas cintas un catálogo de desastres a prevenir. El heroismo y la excentricidad típicas del pasado, se esfumaron en beneficio de sombrías parábolas de signo pacifista, ecologista o simplemente moralizante.
En estas distopías se refleja un nuevo recelo hacia la tecnología, vista ahora como fuente de catástrofes y deshumanización, a la vez que como herramienta de alienación y vigilancia.
Pero lo más sorprendente, quizás, sea el modo en que el género renovó su atractivo impregnándose de contemporaneidad.
Podríamos decir que la ciencia ficción, alcanzó en el cine su madurez al darse de bruces con el presente, al encontrar la metáfora del progreso en aspectos de nuestra cotidianeidad que detectó como síntomas, no siempre tranquilizadores. Dos espacios sirven en particular para escenificar estas fábulas: el blanco del laboratorio y la ruina.
Ambos están presentes en la realidad y el imaginario de los años sesenta, marcados en lo político por la guerra fría y en lo estético por la frialdad del International Style.
Como en tantos otros generos había ocurrido antes (desde el cine de gangsters al Neorrealismo) , la ciencia ficción halló un balón de oxígeno en los conflictos y angustias de su propio tiempo, sirviéndose incluso de localizaciones reales para reforzar la solidez de sus hipótesis.
El futuro empieza así a poblarse de fragmentos del presente, bien como vestigio, bien como decorado. Los restos de la estatua de la libertad en El Planeta de los simios ( The Planet of the Apes. F J Schaffner, 1969), la Skybreak House de Norman Foster en la que se desmadran Alex y sus amigos en La Naranja mecánica (A Clockwork Orange. S Kubrick, 1971), la delirante urbanización de Portmeirion que servía de set para la serie El Prisionero (The Prisioner P McGoohan, 1967) o la paradisíaca Seaside que aparece en El Show de Truman (The Truman Show P Weir, 1998) son algunos ejemplos de este juego de reflejos en el que pedazos del presente sirven para idear un futuro aleccionador.
Quizás como resultado de la tensión que alcanzó la guerra fría en 1962 o el impacto que la idea de cuarto mundo tuvo a partir de la espectacular degradación del sur del Bronx, uno de los paisajes futuristas más reiterados desde mediados de los sesenta fue el de la ruina. El futuro dejó en poco tiempo de ser como OZ, aquel mundo de formas y colores desconocidos en Kansas, para convertirse en una investigación sobre el presente.
Este cambio de signo, que llena de asperezas nuestra visión del mañana, tendrá en el uso del blanco otra de sus transformaciones más ricas y elocuentes.
Pero antes de que todo esto tuviese lugar, el futuro era un páramo a salvo de las arrugas del presente. Imaginarlo era ante todo un ejercicio de especulación estética, en el que mandaban los deseos de vencer la tradición, el esfuerzo, la lógica y hasta las leyes de la física universal .
EL FUTURO QUE NO FUE
Aelita ( J Protanazov) y La Inhumana ( L’Inhumaine M L’Herbier) , ambas de 1924, fueron las primeras películas en las que se imaginaron mundos diseñados bajo patrones extravagantes o ‘avanzados’, habida cuenta de que arquitectura, vestimenta y tecnología con que se presentan respectivamente la sociedad marciana y terrícola se inspiraron abiertamente en las vanguardias artísticas.
Antes, en las expediciones al imposible de Méliès o R W Paul, la herencia de la ilustración fantástica del siglo XIX impuso su huella en lo que hoy designaríamos como estética juliovernesca. Es decir, se ideaban funciones nuevas, pero se imaginaban con aspecto de mobiliario doméstico burgués.
Tan sólo una de estas imágenes decimonónicas, visualizada por Albert Robida, Winsor McKay y otros muchos ilustradores, ha sobrevivido intacta en nuestro imaginario: urbes monumentales, llenas de edificios-colmena unidos por puentes, sobre un enjambre de carreteras y bajo un cielo infestado de naves. Es una estampa asociada al Babel de Brueghel, a su nueva encarnación, Nueva York, y al mito de Gotham posado sobre ella. Su icónico perfil tuvo en Metropolis (F Lang, 1927) la referencia ineludible, evidente en Blade Runner (R Scott, 1982), Brazil (T Gilliam, 1984), Batman (T Burton, 1989), Dark City (A Proyas, 1995) o El Quinto elemento (The Fifth Element L Besson, 1997), por citar sólo algunas cintas.
Este skyline, que tuvo en Hugh Ferriss (The Metropolis of Tomorrow, 1929) su ilustrador más influyente, constituye la excepción gótica de un imaginario caracterizado por la estilización y que daba por hecho que el mañana pertenecía al diseño aereodinámico.
Los cómics de Alex Raymond, los automóviles de Harley Earl, los diseños de Norman Bel Geddes, la arquitectura de Antonio Sant’Elia y algunos hitos de la industria militar, inspiraron a Hollywood durante décadas . En retorno, sus películas impregnaron el imaginario universal, incluyendo el de científicos, arquitectos, políticos y artistas.
Un ejemplo de este feedback tuvo su origen en el éxito cosechado por Disney con sus primeras producciones para la televisión (Man in Space en 1955 y Man and the Moon en 1956, ambas de W Kimball), que descubrieron a las autoridades americanas lo atractiva que resultaba a la gente la empresa cósmica.
Si Disney pudo emplear a científicos como Werner von Braun en sus cintas fue precisamente porque no estaban entonces ocupados en tareas trascendentes.
La NASA se fundó al poco de que estas cintas se visionaran en el Pentágono, acuciada además por el hondo impacto que supuso el Sputnik soviético sobrevolando su país.
Braun, junto a otros científicos importados de la ruina nazi, redujo a lo simbólico su pudo colaboración en Mars and Beyond ( W Kimball, 1957) , por estar dedicado de lleno a la carrera espacial.
Hasta ese momento, el universo y sus navegantes eran cosa de pulps, comics y seriales cinematográficos.
La Feria Mundial de 1939 en Nueva York, llamada Futurama y con numerosas representacion es de ciudades, medios de locomoción e interiorismo del mañana, no incluyó apenas referencia a la aeronaútica o la conquista del espacio.
Sin embargo, la exposición supuso para los fabuladores una especie de certificación adulta, legitimando el ejercicio del ‘what if…’ como parte de lo que hoy llamamos I+D, y descubriéndolo además como un estímulo al consumo y un hallazgo para esa ingeniería social estadounidense en busca deseperada de denominadores comunes, y en la que armas, automóviles y electrodomésticos tienen un gran peso simbólico.
A toda la iconografía que desde mediados del XIX hasta la mitad del XX celebraba un prometedor mañana, se la conoce hoy como ‘futuro anterior’ (future past o futur antérieur ). Es decir, pronósticos de un período en el que era norma imaginar un mañana de aspecto muy distante al presente. El año 2000 sirvió en multitud de ocasiones como meta en la que proyectar estas fantasías, por lo general optimistas. Conforme la fecha se aproximaba, y se cruzaba incluso el umbral literario de 1984, la idea de un mundo futuro transformado radicalmente y sin vestigios del pasado, se evidenció ingenua. Y lo que es peor, todo ejercicio especulativo parecía abocado al fracaso.
No es este un género en el que el realismo o la verosimilitud sean clave, pero desde luego, la estampa de un mañana sin anclaje en formas reconocibles, resultaba en paisajes distantes y por ello poco útiles a la causa alegórica, moral o política, que es en definitiva donde reside el potencial de estas historias.
En los años dorados del ‘futuro anterior’ cinematográfico (1924-1960), el aereodinamismo, así como las formas puras importadas del arte moderno, compusieron la gran metáfora del progreso. Y no sólo en las pantallas.
Podemos delimitar este período con ficciones, pero también con hitos del diseño industrial, como la locomotora K4S de Raymond Loewy (1935) y el Citroën DS (1955) de Flaminio Bertoni. En la efervescente sociedad de consumo, la excelencia y la notoriedad pasaron durante décadas por la silueta husiforme. La modernidad arquitectónica, marcada sin embargo por el racionalismo rectilíneo, cobra en muchas ficciones un significado ambiguo, más próximo a su demonización que a su celebración sin reservas.
Desde El Gato negro (The Black Cat A S Rogell, 1941) a La Inhumana, llegando a los cuarteles enemigos de la saga Bond, los espacios rectilíneos son presentados como la morada del mal.
Por el contrario, las superficies onduladas, con formas curvas o redondas, sin aristas ni ornamentos, enmarcan por lo general el paraíso, tanto si se trata de retratar un idealizado futuro (La Vida futura / Things to Come W C Menzies, 1936), como el Edén reencontrado (Horizontes perdidos / Lost Horizont F Capra, 1937) o la mismísimas puertas del cielo (A Vida o muerte / A Matter of Life and Death Powell y Pressburger, 1947). El edificio de Bel Geddes para la General Motors en Futurama, los variados ensayos con cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller o el célebre despacho central de Johnson Wax firmado por Frank Lloyd Wright, son ejemplos de una imaginación modernista perfectamente conjugable con la inercia ‘streamline’ y la estética del laboratorio, referente absoluto en la segunda mitad del siglo XX. Como escribió FRS Yorke en su influyente The Modern House (1934) : Es significativo que la nueva estética arquitectónica nazca fuera del taller de arquitectos. Nace en las fábricas y laboratorios, en lugares donde se crean nuevos útiles para el uso cotidiano, sin precedentes, tradición, influencias ni prejuicios estéticos.
Otro ejemplo de esta tendencia aséptica es el ‘cubo blanco’ que el MOMA de Nueva York impuso como modelo escenografíco a mediados de los treinta.
Antes del MOMA, un museo era entendido como un depósito de tesoros cuyo valor venía subrayado por una decoración decimonónica y una densidad de objetos propia de las cuevas de Ali Babá. Ahora, se proponía un recorrido por habitaciones blancas en las que no colgaba una colección permanente , sino obras reunidas ocasionalmente bajo una premisa determinada, dispuestas entre ellas de manera espaciada.
Este modelo, refrendado por el éxito del Stedelijk Museum de Amsterdam y, sobre todo, por el Guggenheim de Nueva York, hará del vacío un nuevísimo sinónimo del lujo y la modernidad, pero también de la incomunicación.
El ‘cubo blanco’, los espacios diáfanos y las formas puras, tienen numerosas representaciones en la ciencia ficción, al principio como una solución económica y osada de avanzar el mundo postmecánico (Ultimatum a la Tierra / The Day the Earth Stood Still R Wise, 1951), después para describir su deshumanización (2001, Una odisea en el espacio / 2001, a Space Odyssey S Kubrick, 1968), parodiar la modernidad (El Dormilón / Sleeper W Allen, 1973), componer un nuevo infierno (THX 1138 de G Lucas en 1970) o, finalmente, ilustrar el cyberespacio (The Matrix de los hermanos Wachowsky en 1999).
UN INFIERNO BLANCO
El blanco sirve en el cine para subrayar la muerte de los sentidos. El blanco es propio de lo agónico, lo no-terrenal, del entumecimiento sensorial del yonki, del espacio reservado al científico, a las salas de controles, los superordenadores, cockpits y hospitales. Blanca es la celda del manicomio, la sala de tortura, la cámara de ejecuciones y el sótano de las autopsias. El blanco es sinónimo de lo nuevo y por ello amnésico, es el espacio sin memoria. El blanco sirve, incluso en westerns y dramas como Track of the Cat (W A Wellman, 1954) o Amadeus (M Forman, 1984), para remarcar la hostilidad y la finitud que se ciernen sobre sus protagonistas.
El blanco nunca representa en el cine un lugar confortable y en la ciencia ficción, menos aún. El nuevo gótico es, definitivamente, blanco.
En cierto modo, su notable protagonismo en tantas cintas desde mediados de los sesenta, certifican el impacto del laboratorio y la informática en nuestro imaginario a la vez que constatan el escepticismo y hasta el rechazo frente a las consecuencias de una sociedad hipertecnificada. La ciencia ocupará en muchas distopías el papel que locos, megalomános y fascistas cumplían antaño. La figura del científico loco es un arquetipo tan antiguo como el género, pero donde El Dr Frankenstein ( Frankenstein J Whale, 1931) , Los Ojos sin rostro (Les Yeuxs sans visage G Franju, 1960) , o Plan Diabólico (Seconds J Frankenheimer, 1966) se centraban en la maldad de una persona o colectivo, ahora es el hábitat quien parece ejercer esa maldad. Desde Coma (M Crichton, 1978) a El Reino (Riget L V Trier, 1994), el hospital ocupa hoy la función que antes cumplía el cementerio romántico: morada de lo abyecto y lo irracional.
Del mismo modo, la mente del maligno, antes apenas enmarcada por la oscuridad, una butaca excéntrica o un lujoso despacho (de Fu-manchú al Dr No), pasa a ser representada por sofisticadas salas de control desde las que el mundo se presenta como un diorama manipulable. La sala de torturas y la de controles se confunden en cintas como El Mensajero del miedo (The Manchurian Candidate J Frankenheimer, 1962), THX 1138, Brazil, El Síndrome de China (The China Syndrome J Bridges, 1979), El Show de Truman o La Isla (The Island M Bay, 2005).
En la cesión de protagonismo a la ‘sala de operaciones’ están reflejados tanto el recelo como la fascinación y entre sus motivaciones podemos señalar el papel que pudieron ejercer la crisis de los misiles de Cuba (imaginada a partir de satélites, gabinetes de crisis, teléfonos rojos y despachos en refugios nucleares), las retransmisiones de la NASA (con la sala de control de Houston como eje), las primeras incursiones artísticas al mundo forense y policial (The Act of Seeing with One’s Own Eyes de Stan Brackhage o Evidence de Larry Sultan y Mike Mandel), catástrofes debidas a supuestas panaceas (DDT, Agente Naranja, Talidomida) y el despliegue de centrales nucleares, con los accidentes de Three Mile Island y Chernóbil a modo de guinda.
Como hiciera Hitchcock con la ducha, a la que convirtió en premonición de tragedia, el laboratorio se ha convertido progresivamente en la cocina de mal, antes ‘atelier’ del Dr Frankenstein o tocador del Dr Jeckyll y ahora forja de planes que afectarán negativamente a millones, como ocurre en La Humanidad en peligro (Them G Douglas, 1954), Los Niños del Brasil (Boys from Brazil F J Schaffner, 1978), Gattaca (A Niccol, 1997) o Código 46 (Code 46 M Winterbottom, 2003).
El blanco quedará pronto demonizado como alegoría de una pureza a la que sólo los fascistas pueden aspirar (El Dormilón). En consecuencia, el confinamiento de personas en estos espacios o bien obedece a un intento eugenésico por restar al hombre aquello ingobernable que lo define (creatividad, líbido, rebeldía), o bien estos espacios representan a un hombre al que ya han extripado tales rasgos y virtudes.
Desde diferentes perspectivas, cuatro de los títulos que más hicieron por hacer adulto al género, convergieron en el uso simbólico del ‘cubo blanco’: 2001, Una Odisea del espacio, THX 1138, La Amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain M Crichton, 1971) y El Dormilón.
En la cinta de Stanley Kubrick, escenario y personajes se presentan desde el principio en un mismo plano expresivo. Bowman y HAL, enfrentados por el mando de la misión, verbalizan sin embargo con similar atonalidad. En el punto álgido de su combate, el valor de Bowman es tan inexpresivo como la nostalgia de HAL al ser desactivado.
En cierto modo, ‘el problema del blanco’ estaba anunciado en uno de sus primeros planos, aquel en el que se muestra el hall de un Hilton espacial, blanco absoluto salvo por unas sillas-habichuela de color rojo, que denotan la ironía y conciencia desde la que se contempla el Contemporary o International Style, ya entonces omnipresentes en areopuertos y grandes despachos de todo el mundo (Play time de J Tati, 1967). Por último, la celda tematizada en la que Bowman es confinado hasta el final de sus días, ofrece otra visión sobre lo poco acojedor que el ‘cubo blanco’ resulta como hábitat, aquí convertido en un museo imposible de aquello terrícola, decorado torpemente por un extraterrestre, o quizás compuesto a partir de la memoria fragmentada del astronauta.
En THX 1138, primer largometraje de George Lucas desarrollado a partir de su corto de graduación en la UCLA, aquello que Kubrick sugería se convierte en el discurso central: la cárcel del futuro no tendrá grafittis, ni huellas, ni superficie alguna que no sea el blanco impermeable.
Lo que desde las cárceles de Guantánamo se ha conocido como ‘privación sensorial’, está anunciado en las celdas blancas de THX 1138, lúcida puesta al día de 1984 cuya aportación más interesante es precisamente el giro de 360 grados con que representa los espacios para la represión: del oscuro sótano decimonónico al cegador plató blanco.
En La Amenaza de Andrómeda, una de las películas que más minutos dedica a operaciones y protocolos mecánicos (ya saben, botones, palancas y puertas con sus correspondientes códigos de acceso), la estética del laboratorio no es vista en apariencia de manera crítica. En apariencia.
La película de Crichton, que narra los efectos de una invasión extraterrestre de caracter vírico, emplea gran parte de su metraje en describir detalladamente todo tipo de gestos, ritos, requerimientos y procesos propios de un cuartel superaislado y ultrasecreto. En su promoción original, se aseguraba que estos espacios y protocolos habían sido calcados a los empleados por la NASA en las cuarentenas a las que se sometía a los astronautas llegados del espacio. Una parodia de estas secuencias, por cierto, es reconocible en MIB (B Sonnenfeld, 1997).
Al final de la cinta, todo ese pesado y severo ceremonial de la seguridad puede comprenderse como una metáfora de la inflexibilidad y falta de reflejos que aqueja a los gobernantes de la ciudad laboratorio, incapaces de corregir sus decisiones cuando al final los invasores resultan no ser tan malignos.
Este gusto por los gestos y operaciones técnicas (botones, palancas, códigos…) forma parte de esos contenidos que no configuran géneros cinematográficos, pero que marcan la evolución de algunos, cultivando su propio público, en este caso el gadget-freak sensible a las virtudes del diseño industrial y exquisito autodidacta que valora tanto o más el tacto y aspecto de un aparato que sus funciones.
El gusto fetichista por las secuencias o planos en los que se manipulan tableros de control, activan bombas, desactivan bombas o corrigen coordenadas de lo que sea, acaba teniendo un protagonismo especial en muchísimas ficciones, como Punto límite (Fail Safe S Lumet, 1964), Juegos de Guerra (Wargames J Badham, 1983), Proyecto Brainstorm (Brainstorm D Trumbull, 1982) o la saga de Alien, y llegando incluso a sinfonías cuasi abstractas de cálculos y operaciones como Pi (D Aronofsky, 1998) o Primer (S Carruth, 2004).
Algún día, conforme se recuperen las joyas del cine corporativo e industrial, se podrá evaluar su verdadero influjo, injustamente menospreciado por su condición fugaz y subordinada. Este prejuicio ningunea las magistrales obras de encargo firmadas por los Eames (para Polaroid o IBM) o Geoffrey Jones (para Shell), e ignora del todo otras muchas piezas ‘anónimas’ pero igualmente ejemplares (Visions of a Reality Ronny Erends para Philips, 1968). Curiosamente, es en formatos experimentales o no narrativos, donde la huella de este cine es a veces más evidente. Junto a clásicos del cine vanguardista (El Ballet Mecánico/ Le Ballet Mécanique de F Léger, 1924, Lo Nuevo y lo viejo/ Staroye I novoye de S Eisenstein, 1929), vale la pena explorar en videoclips (All is Full of Love Chris Cunningham, 1999), secuencias de títulos de crédito (Las Margaritas/ Sedmikrasky de V Chytilová en 1966, Twin Peaks de D Lynch en 1989) y audiovisuales de artistas (The Way Things Go Fischli y Weiss, 1987) para localizar su legado más creativo.
Finalmente, el éxito de series como CSI (A E Zuiker, 2000), demuestra hasta qué punto el ámbito científico, incluso en sus estancias más morbosas, y el detalle de las operaciones que tienen lugar en él, han pasado a formar parte de nuestro gusto.
HUELLAS EN SUBURBIA
Cuando, a finales de los sesenta, el diseño de producción cinematográfico dejó de lado las escenografías más delirantes en beneficio de otras inspiradas en modelos contemporáneos, se produjo un curioso efecto de mise en abyme al ofrecernos una imagen del futuro construída a partir de fragmentos del presente.
Es entonces cuando ‘el futuro’ se vió alcanzado por un presente que andaba sobrado de lecciones sobre los efectos del urbanismo salvaje, la impersonal arquitectura moderna y el mito del progreso tecnológico como panacea universal.
Aquí, comienza una era ‘realista’ de la ciencia ficción cuyo rasgo principal ya no reside tanto en el rigor científico de sus argumentos, a fín de cuentas ya presente en hitos tempranos como La Mujer en la Luna (Frau im Mond F Lang, 1929) o Man in Space, como en su diseño de producción, ahora preocupado por hacer visible la huella humana en objetos y espacios antes impermeables al uso y el desorden.
El futuro no sólo dejó de ser impoluto, sino que se empezó a desarrollar un particular ‘realismo sucio’.
El desorden que Kelvin encuentra en la nave Solaris, propio de un refugio de excursionistas, resultó sorprendente el día de su estreno pero se hizo común en el género en muy poco tiempo. El mismo Douglas Trumbull, que había colaborado con Kubrick en 2001, Una odisea del espacio, desplegó en su primer largometraje, Naves Misteriosas (Silent Running D Trumbull, 1971), una puesta en escena en la que lo doméstico y lo espacial no eran incompatibles.
Su potagonista, Bruce Dern, comanda en ella unas naves en las que se albergan los últimos grandes bosques de la tierra. La rutina, antes y después de pelear con sus compañeros por la preservación de estos paisajes encapsulados bajo cúpulas ‘a la Buckminster Fuller’, viene descrita magníficamente en sus ropajes, propios de un ermitaño, así como en los juegos y silencios que ocupan su largo viaje. Hasta sus queridos robots, la concesión más clara a la fantasía, deben ser reprogramados cada vez que se desea de ellos una función diferente.
Ninguna cabina espacial, después de Naves Misteriosas, volvió a parecer un laboratorio. Hasta la saga de Star Wars, decididamente retro, mostró en su primera trilogía una clara influencia de aquella cinta. Sus naves, cuarteles y palacios estelares eran futuristas pero a la vez tangibles, con mecanismos hidráulicos, ruedas oruga y rampas chirriantes. Y lo más importante: las superficies presentaban aboyaduras, roces, imperfecciones y polvo por doquier.
Las primeras secencias de Alien, el octavo pasajero (Alien R Scott, 1979), cuando despiertan la nave y sus habitantes, son célebres precisamente por el cuidado naturalista con que se describe todo.Y desde aquí, ya no ha habido futuro sin óxido ni bajos fondos: Blade Runner, Atmósfera Cero (Outland P Hyams,1980), El Quinto elemento o Desafío total (Total Recall P Verhoeven, 1990) serían tan sólo algunos ejemplos.
Pero al margen del cuidado por el detalle o los interiores, muchas de estas cintas se arriesgan y esmeran además por mostrar the big picture, el marco arquitectónico o urbanístico en el que se desarrolla la acción. Lo significativo, de nuevo, es la manera en que el presente se cuela como set futurista. Se rueda en escenarios existentes (Fahrenheith 451 de F Truffaut en 1966, Lemmy contra Alphaville, La Naranja Mecánica) y asoman debates contemporáneos sobre los barrios-dormitorio, la vida en los no-lugares o las ciudades jardín y otros ensayos utópicos.
Hay centros comerciales que sirvieron de plató en secuencias de El Planeta de los simios y poblaciones residenciales que se rodaron tal cual y crearon el efecto caricaturesco de una perfección inalcanzable (Eduardo Manostijeras/ Edward Scissorhands de T Burton en 1990, El Show de Truman).
En una pirueta forzada por las leyes de la mercadotecnia, muchas películas recientes cuya acción se sitúa en el futuro no sólo se ruedan parcialmente en escenarios reales, sino que ponen en manos del héroe gadgets y automóviles de la temporada, a modo de promoción. El resultado de este inoportuno product placement es que para cuando llega la edición DVD de la película, nuestro héroe luce un móvil obsoleto y su coche, un GPS que da risa.
En este panorama, donde se confunden presente y futuro, los parques temáticos cobran un atractivo especial, no sólo como escenario en el que ubicar historias (Almas de metal de M Crichton), sino como modelo de fabricación de la realidad. Truman vive engañado en la ficción que han creado para él, pero en Capricornio Uno (Capricorn One P Hyams, 1978) se sugería ya las posibilidad de engañar al mundo entero con falsas conquistas espaciales retransmitidas desde un plató.
La fiebre conspiranoica, que arranca con el magnicidio en Dallas de 1963, conoce desde entonces constantes manifestaciones en la pantalla, que van del suspense (El Último testigo/ The Parallax View de A J Pakula en 1974, La Conversación/ The Conversation de F F Coppola en 1974, Enemigo público/ Enemy of the State de T Scott en 1998) al terror (La Semilla del diablo/ Rosemary’s Baby, El Quimérico inquilino/ Le Locataire de R Poloanski en 1968 y 1976, Están vivos/ The Live de J Carpenter en 1988). Pero fue en la ciencia ficción donde esta suspicacia enfermiza alcanzó todo su potencial alegórico, dando al solipsismo una dimensión política-filosófica-detectivesca muy atractiva al espectador posmoderno, enemigo del estado y amigo de lo sobrenatural.
De todos los títulos citables -Blade Runner, Brazil, Expediente X (The X Files
C Carter, 1993), ExistenZ (D Cronenberg, 1999), The Matrix, Paycheck (J Woo, 2003), Minority Report (S Spielberg, 2002)- uno es especialmente interesante por lo que refiere a la manera en que la arquitectura participa: Dark City.
En esta cinta, la morfología misma de la ciudad era alterada desde el subsuelo por una gente, los ‘Ocultos’, capaces de sumir en el sueño y la amnesia a los habitantes del exterior durante para poder llevar a cabo las periódicas transformaciones. La ciudad es siempre diferente y siempre familiar, ya que sus constructores basan su obra en los recuerdos robados a sus habitantes, imágenes de distintas ciudades y épocas con los que dan forma a un único meme: la City. Coches, mobiliario y atuendos contribuyen desde la indefinición a una siniestra atemporalidad.
Este efecto figura en numerosas cintas desde que Godard fundiera la Ciencia Ficción y el Polar (policíaco francés) en Lemmy contra Alphaville (Alphaville, un etrange aventure de Lemmy Caution J L Godard, 1965).
En Blade Runner, que fundía los tópicos de NY (densa y vertical) con los de L.A. (desparramada en lo horizontal), la publicidad corporativa que viste las paredes de gigantescos rascacielos es lo único reminiscente de nuestro tiempo.
También en Desafío total o Regreso al futuro (Back to the Future R Zemeckis, 1985) algunas marcas cumplen el papel que antes se reservaba a los edificios simbólicos: el de un hito desde el que ubicarse a través del tiempo.
La mala suerte, o la falta de atino, hizo que pasados unos pocos años, la mayoría de marcas vistas en Blade Runner ya no existieran.
Poco importa, el mundo presentado en Blade Runner es un Babel decadente que deja intuir su desmoronamiento desde el primer gran plano general, que evoca claramente la pintura de Brueghel sobre la torre citada en el Antiguo Testamento. Cuanto aparece en este L.A. de 2019 parece amenazado por una cuenta atrás y es precisamente esta fragilidad la que otorga una emoción especial al discurso de sus protagonistas.
La inminencia de la destrucción, de un cataclismo higiénico, está también presente en Brazil o Dark City, urgida además por un espectador cuyo imaginario está plagado de magníficas ruinas.
Desde mediados de los sesenta, la ruina se reinventó como un escenario dramático y atractivo a la vez, lejos del pesar vinculado a la europa de posguerra. Ahora, el paisaje de la devastación podía ser visto como una hoja en blanco idónea para el nuevo Adán-cazador.
LA RUINA SOÑADA
En el reverso del ‘futuro anterior’ figura el paisaje en ruinas, probablemente resultante de una guerra nuclear. La imagen ya aparecía en La Vida futura, rodada años antes de que la bomba siquiera existiese. Pero, es después de que esta detonara de verdad y, sobre todo, tras años de propaganda nutrida de imágenes de detonaciones espectaculares en desiertos y océanos, cuando se conforma una nueva visión sobre ‘el día despues’. Mucho antes de que se hablara del invierno nuclear, el hongo atómico llegó a representar una suerte de ‘punto y aparte’ tras el que unos pocos volverían a conquistar la tierra y la historia. Se dejó, efectivamente, de vivir con miedo y se aprendió a amar la bomba.
La idea de ‘heredar la tierra’ se presentaba en muchas ficciones de tal manera que resultaba en poco menos que una invitación al saqueo. En el capítulo más famoso de The Twilight Zone (R Serling, 1959), Time Enough at Last, un lector empedernido que sobrevive a la hecatombe nuclear, ve en su desgracia la feliz oportunidad de leer todo aquello que siempre quiso.
La imagen del superviviente recorriendo grandes ciudades desiertas remitía a la del conquistador (The Day the Earth Caught Fire V Guest,1961) y hasta a la del astronauta, capaz de hacer suyo un planeta con sólo clavar una bandera en él (La Hora final de S Kramer, 1959).
En El Último hombre vivo (The Omega Man B Sagal, 1971), esta imagen llega a resultar excitante y hasta lúdica, presentando las ruinas de L.A. como un parque de tiro en el que Charlton Heston afina su puntería sobre zombies. Cuando se aburre, se proyecta en un cine, metralleta en mano, su película favorita: Woodstock (M Wadleigh, 1970). Mirándola exclama –‘¡Ya no se hacen películas como esta!’.
La silueta de un hombre recorriendo paisajes desiertos y ciudades fantasma es recurrente desde entonces en cine, comic y televisión, desde The World, the Flesh and the Devil (R McDougall, 1959) a Kamikaze 1999, Max Headroom (1987) o la saga de Mad Max.
Más allá de los destrozos propios del llamado cine de catástrofes, las películas en las que la ruina sirve de edén en negativo sobre el que reiniciar nuestra historia, evocan las figuras de Adan y Eva (El Planeta de los Simios, Terminator de J Cameron) y por ello casi parecen invocar la hecatombe a modo de reset necesario.
Sobre la implantación de este escenario, debió influir la degradación de Harlem y el sur del Bronx en la década 1965 -1975. La ciudad de Nueva York, en declarada bancarota, alarmó dentro y fuera del país con imágenes tercermundistas tomadas en el escaparate de la primera economía del mundo. Las fotografías de Bruce Davidson (East 100th Street, 1970), junto a otros célebres reportajes, mostraron calles desiertas con edificios humeantes (en 1973 se contaban dos mil bloques de viviendas ruinosos en el sur del Bronx), coches abandonados en medio de las calles, bocas de riego abiertas sin control y niños jugando entre cascotes. Todo, a un par de millas de la quinta avenida.
Sin embargo, por dramático que resultase este paisaje, para la cámara resultó una golosina. La fotogenia de la ruina se impuso incluso sobre la industrial, encumbrada por Antonioni celebrada hasta el abuso en películas y series de TV que culminaban en factorias su tiroteo final. Ahora, el clímax no sería en una fábrica, sino en una fábrica abandonada.
La fascinación escenográfica por la ruina, y otros no-lugares inarticulados, se filtró transversalmente a todos los géneros, desde el histórico (Paseo por el amor y la muerte/ A Walk with Love and Death de J Houston, 1969), al policial (El Elemento del crimen/ Forbrydelsens element de L V Trier, 1984), el drama (El Rey está vivo/ The King is Alive de K Levring, 2000) y el fantástico en toda su amplitud (Kamikaze 1999/ Le Dernier Combat de L Besson en 1983, Matadero cinco/ Slaughterhouse Five de G R Hill en 1972, Cielo sobre Berlín/ Der Himmel uber Berlin de W Wenders en 1987, Akira de K Otomo en 1988 Final Fantasy de H Sakaguchi en 2001 y, Pola X de L Carax en 1999).
Tan sólo Peter Watkins tuvo capacidad para sobrecoger de verdad a partir de la ruina, sin oportunidad para el deleite estético, aunque para ello debió culminar un nuevo género que pilló al público desarmado y, por ello, lo subyugó ante la pantalla. En The War Game (1965), rodada para la BBC y pensada para emitirse por televisión, Watkins ofrecía al publico un documental diseñado con el aspecto de una urgente conexión en directo, y en el que se narraban los efectos de un ataque nuclear sobre Gran Bretaña.
Se trataba de un ‘falso documental’ que trasladaba a la televisión la estrategia que Orson Welles empleó en su famosa emisión radiofónica de La Guerra de los Mundos de H G Wells, en 1938. Sin embargo, la cinta de Watkins no apostaba la credulidad del público contra hombrecillos verdes ni naves extraterrestres, sino contra una pesadilla anidada en el inconsciente colectivo desde hacía años, ahora representada de manera hiperrealista. Desgraciadamente para Watkins, el tema nuclear estaba vetado en la BBC debido a un acuerdo secreto, e ilegal, sellado años atrás entre el gobierno de Churchill y la cadena televisiva. Todo tipo de obstáculos se interpusieron en su producción y emisión, argumentando lo inadmisible de su crudeza, hasta que Watkins tiró la toalla y dejó la cadena. La película se proyectó en algunos cine-clubs y filmotecas. BBC no la emitió hasta 1985 . La era Reagan abonaba entonces las últimas pesadillas de la guerra fría (El Día después/ The Day After de N Meyer en 1983, Cuando el viento sopla/ When the Winds Blow de J T Murakami en 1986), pero la ruina postnuclear pertenecía ya a mutantes y cazadores, abanderados todos del modern primitivism (Kamikaze 1999, Mad Max de G Miller en 1979), vanguardia californiana de la década de los ochenta pionera del tatuaje tribal, el piercing y la scarificación .
Hay en esta ruina mucho de lúdico, de tablero de juego, pista de pruebas, área de competición o planicie para el combate. En las últimas expresiones de este subgénero (Waterworld de K Reynodls en 1995) todo parecía diseñado pensando en posteriores explotaciones en parques temáticos.
Otro playground, el del videojuego, ha hecho de la ruina un escenario recurrente (Resident Evil de P W S Anderson, 2002), quizás porque el medio todavía mide su progreso en clave de trampantojo, a partir de sus posibilidades de representación hiperrealista, para lo que la estética del desecho es ideal. Como ocurriera en el tránsito del ‘futuro anterior’ a la ciencia ficción contemporánea, en el paso de la era analógica a la digital hemos desarrollado un gusto nostálgico por aquello ‘desgastado’, por las marcas que el uso y el paso del tiempo dejan sobre toda estructura y superficie. El medio digital se dota ocasionalmente de estas huellas gracias a herramientas que añaden ‘polvo y rayas’ a imágenes y sonidos (Planet Terror de R Rodriguez, 2007).
En The Matrix, ni el blanco ni la ruina comparten significado con las películas citadas antes. Lo más destacable en esta cinta (como en algunas secuencias de Jonny Mnemonic de R Longo, 1985) es el esfuerzo por visualizar las características del mundo digital, e integrarlas al argumento de manera coherente. El blanco en el que flotan los protagonistas cuando se les dota de armamento representa acertadamente el ciberespacio: ingrávido, inmediato e insensible. En él, un fusil de asalto o mil, un enemigo o dos mil, cuestan casi el mismo ‘esfuerzo’ informático.
La ruina, por otra parte, ya no se presenta como un punto de partida sino como un espacio del todo inhabitable ( Final Fantasy).
El combate verdadero, en cualquier caso, tiene lugar en el intangible digital, en un Chicago del futuro que sólo existe para algunos ‘conectados’ pero que fue rodado en las calles de Sidney.
Es aquí, quizás, donde acaba el futuro-presente y se inicia otra etapa, en la que ya no es posible interpretar tan fácilmente el imaginario futurista. El mundo digital se caracteriza, entre otras cosas, por un gigantesco archivo que lo pone todo al alcance a un mismo coste, facilitando un uso y consulta ‘desordenados’. La atemporalidad resultante, en tendencias y diseños de todo tipo, no es problema comparado con la difuminación del linde entre lo real y lo virtual, tema central de no pocos clásicos del género pero que, sospecho, ya no es percibido como un problema por parte del espectador más jóven.
Conferencia para la exposición Paradigmas de Fundación Telefónica en el 2007. Publicado en el catálogo de la exposición.
26.11.09
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