9.11.09

LAS REGLAS DEL JUEGO O CÓMO DEJÉ DE PENSAR QUE ME ENGAÑABAN Y EMPECÉ A DISFRUTAR SU DOLOR FINGIDO

Imitación a la vida


La recientemente galardonada The Wrestler (Darren Aronofsky), ha forzado nuestra atención hacia la trastienda de esta ruidosa actividad que nunca nos hemos tomado muy en serio. Apenas hemos visto unos planos de la cinta, en las crónicas apresuradas sobre el festival de cine de Venecia y su palmarés, y enseguida hemos reconocido la historia, que aunque creemos haber visto mil veces, aún no nos aburre. Tan sólo han cambiado algunas reglas del juego, ya que en este caso en lugar de ser la historia del declive de un boxeador nos hallamos ante el sufrimiento de un luchador, un wrestler enfundado en calzón de supervillano, de esos tan ridículos, que de inmediato invoca el tópico del payaso doliente y las notas de Tracks of My Tears.

A pesar de todo lo que diferencia sus mundos, el wrestling está ocupando sigilosamente el vacío dejado por el boxeo, no sólo porque ambos tengan lugar en un cuadrilátero sino porque éste último está apropiándose de los arquetipos que constituyeron los pilares del imaginario boxeístico. La cuestión, ante este relevo, es si, a cambio de dar visibilidad a sus miserias, el wrestling podrá adquirir aquella dimensión mitológica y cultural que tuvo el boxeo.

El wrestling, que en sus formatos más circenses ocupa un lugar destacado como industria del entretenimiento en EEUU, ha conseguido en los últimos años una expansión importante, infiltrándose incluso en feudos de cierta sofisticación teen como MTV. Otra suerte ha tenido fuera de sus fronteras, donde ha costado comprender el sentido de una cosa que no es deporte, ni competición, ni relato ni teatro, aunque tenga un poco de todo ello. Se trata de un arte basado en la expectación, el simulacro y la realización televisiva. Tres habilidades bajo sospecha, dada su capacidad para la mistificación (salvo en los EEUU, donde gozan sin complejos las llamadas arts of deception). El wrestling, además, ha topado con las reservas europeas a la espectacularización de la violencia, y más aún cuando esta tiene como target al público infantil y juvenil. Sin embargo, ahí radica su contradictorio secreto para el éxito: es apto como espectáculo familiar porque se anuncia como una farsa, una lucha coreografíada, fingida, pactada e indolora, y por ser así o como prueba de ello, se escenifica y promociona con una agresividad hiperbólica.

El wrestling quizás es al boxeo lo que la política actual a la de antaño o lo que las guerras de hoy a las pasadas... un duelo hecho espectáculo visual, en el que al espectador se le hace cómplice por el mero hecho de aleccionarle en la mecánica del relato.

El wrestling americano debe en parte su auge al declive del boxeo, al que asfixiaron ficciones y titulares que lo hicieron sinónimo de violencia, sordidez y corrupción.
El wrestling, en cambio, despeja de inmediato suspicacias: no amaña peleas, las guioniza. Y no es violento, tan sólo lo parece. Para distanciarse definitivamente de la iconografía pugilística, el wrestling se promociona a través de una estética infantil y colorista, en la que el público ha dejado de ser la masa oscura y humeante que abrigaba el cuadrilátero de boxeo, para pasar a ser parte integrante del espectáculo, siempre iluminado y advertido de que el próximo primer plano puede ser suyo. Al boxeo, la mala fama le sentó bien, durante un tiempo. Fue la pátina que persiguieron tantos como escenario y metáfora, aunque al final esa leyenda negra, regada de realidad, terminó por expulsarle de lo políticamente correcto, de las panatallas domésticas y la esponsorización fácil.

La épica del boxeo se fundaba en el astro surgido de la nada, y su consiguiente caída al vacío. El wrestling ofrece, en su lugar, una rutina de juego en la que su principal argumento es el del constante retorno, el de los duelos diseñados temporada tras temporada y en los que reapariciones y revanchas son imprescindibles. El boxeador se enfrenta tras cada derrota al vértigo de la desaparición absoluta, el luchador retrocede para tomar carrerilla y renacer tan pronto el guionista se lo indique. Quizás por ello, el mundo del boxeo ha propiciado una iconografía grave y poderosa, donde el wrestling deja un legado que es en su mayoría merchandishing, derramando action-figures, videojuegos y disfraces tan llamativos como los programas de televisión que los dan a conocer y que, por cierto, en EEUU consideran y archivan como Performing Arts.

Pero esta aparente dicotomía está tocando a su fín. Y digo aparente porque el wrestling, la lucha grecoromana intoxicada de circo, el Santo mejicano y tretas de especialista cinematográfico, siempre ha tenido su lado sórdido, sus bajas, corruptelas y hasta su reflejo artístico. Todo, en definitiva, estaba en Night and the City (Dassin, 1950) y si faltaba algo por decir en ella, lo tuvimos en Requiem for a Heavyweight (Nelson, 1962).

Grand guignol
Este espectáculo cuenta con décadas de tradición en EEUU, pero en constante evolución estética, sin un marco reglamentario claro y entre infinitas ligas, siglas y modalidades.
En su extremo más indigesto, las hay con violencia fingida pero en las que brota la sangre a borbotones (se cortan con hojas de afeitar en lugares determinados), las que reniegan de reglamento (NRW, No Rules Wrestling) y hasta las improvisadas en el patio de casa y con las esquinas aderezadas con chinchetas, cristales y alambre de espino (las llamadas Four Corners of Pain, pura demencia suburbial, muy white trash).

Para la gran mayoría, sin embargo, el wrestling se ha impuesto desde la década de los setenta como un inocuo Grand Guignol a todo color, protagonizado por personajes salidos de un comic-book, como Hulk Hogan, eternamente jovenes, morenos e hipermusculados. Su proyección, fuera de su coto televisivo, era por entonces escasa.

La simpatía que despertaba puede reconocerse en los cuadros del artista Pop Peter Blake, que reencuentra en sus figuras ancestros del circo, el santoral y la publicidad.
Pero esa inocencia se perdió en algún punto del camino, entre gritos, aspavientos y odios fingidos que han terminado por definir la profesión.

The Wrestler, que ha insertado definitvamente en este mundo el arquetipo del juguete roto sin lona sobre la que caer, lo hace tras un año, 2007, en el que no han cesado de aparecer artículos denunciando la gran cantidad de luchadores que han muerto jóvenes, víctimas de accidentes, fármacos y el estrés de una vida profesional diseñada por otros.
El optimismo de Blake ya no nos sirve.

Shepard Fairey, una de las superestrellas del diseño gráfico contemporáneo, ha hecho del rostro del luchador André the Giant el leit-motiv de su carrera, un ícono triste y monumental tan sólo comparable a la foto de Korda del Ché, y que cubriendo paredes de medio mundo desde 1986, ha terminado por convertirle en una suerte de mártir posmoderno. Ésta sí es la imagen del lado oscuro de la luna.

Pero la revisión auténticamente crítica de la profesión es aún más reciente. HBO abrió la veda en 2003 (Real Sports with Bryant Gumble), con un reportaje en el que por fín se habló del altísimo índice de muertes no naturales en la profesión. El único luchador en hablar de ello ante las cámaras, el respetadísimo Roddy Piper, pagó con una retirada temporal su atrevimiento.

Particularmente traumática para los aficionados fue la muerte accidental de Owen Heart (1999), acaecida en público y, claro, colgada en Youtube junto a otros muchos mamporros reales. Advertencia: no es agradable ver como alguien se parte las vértebras cervicales. Otra muerte igualmente impactante ha sido la de Chris Benoit (2007), que se suicidó tras acabar con la vida de su mujer e hijo, dando pie a especulaciones de todo tipo sobre el efecto que tiene en el carácter de estos actores tanta sopa de esteroides.

También ha levantado mucho interés, y revuelo, la aparición de un guión en internet, en el que queda patente hasta qué punto la espontaneidad y el imprevisto no forman parte del wrestling. No es que tal guionización fuera un secreto, sino que su difusión por la red coincidió con un creciente interés por dilucidar quiénes y cómo mueven las fichas en este tablero. El guión, de la TNA (Total Nonstop Action Wrestling), fue retirado al poco tiempo como si de un secreto de estado se tratase. Tanto escándalo no conviene a un espectáculo que llena estadios de chavales bajo una premisa: it’s only make-believe. Quizás, conforme afloren las tripas y los costes de la profesión, se desvaneca su razón de ser, pero también la idea bidimensional que teníamos de ella. Y nada, al espíritu creativo y la industria del entretenimiento, inspira más que el dolor verdadero.



Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 19 de noviembre de 2008

http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=19&bm=11&by=2008&ed=19&em=11&ey=2008

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