26.11.09
UNA MEMORIA EN CONSTRUCCIÓN
El cine contemporáneo, en todos sus frentes y en mayor medida que ninguna otra disciplina artística, no puede comprenderse sin los numerosos vínculos y resonancias que despliega de la propia historia del medio. Mejor dicho, puede comprenderse porque muchas de estas pistas no suelen ser sustanciales al argumento, pero el visionado de muchas películas no sería completo sin tener presente esta red referencial, el ADN del filme, que establece filiaciones y multiplica guiños al coneusseur. A través de la nostalgia o la cinefilia, esta referencialidad nos habla ante todo de la manera en que la propia iniciación al cine, y las afinidades de cada cual, han pasado a formar parte del discurso de muchos directores, pero también de la necesidad que muchos sienten de inscribir en su trabajo un apéndice a la siempre incompleta y excluyente ‘Historia del cine’. El cine actúa de este modo como un archivo de sí mismo, reverberando y remodulando un pasado que hasta hace poco era difícil de consultar y compartir.
Filmotecas, cines de repertorio y coleccionistas privados aliviaron parcialmente el carácter efímero que caracterizó al medio en sus primeras cinco décadas.
Pero, hasta la llegada del vídeo doméstico, el papel supuso para muchos el único archivo cinematográfico posible. Los hitos del cine se han transmitido de un libro a otro, de una década a otra, sin que en muchos casos mediase la opinión del lector, convertido en espectador virtual. Las opiniones, jerarquías y rutas filmográficas que establecían Sarris, Zúñiga o Sadoul podían complementarse con las de Adams Sitney, Youngblood o Vogel, pero, sin la posibilidad de acceder al visionado de todo lo citado, seguía tratándose de lo mismo: aceptar un cánon escrito en tinta y rogar por proyecciones de aquello que supuestamente componía un determinado gusto cinematográfico.
Como se recuerda en ‘Le Fantôme d’Henri Langlois ’, cuando la Cinématheque proyectó en los años cuarenta ‘Nosferatu’, apenas nadie acudió a verla, ya que no se tenía noticia o recuerdo de su relevancia. Estos eran los amnésicos fundamentos de la Historia del Cine, sobre los que Langlois en París e Iris Barry en Nueva York instalaron sus faros en forma de archivos, programas y laboriosas restauraciones.
El azar y la perseverancia han marcado la historia de estos archivos desde entonces, con
hallazgos tan rocambolescos como el de cientos de películas de los estudios de Edison el mismo día en que iban a destruirse o la reconstrucción metro a metro de una cinta olvidada que hoy consideramos una obra maestra, ‘Napoleon’ de Abel Gance.
A estas provechosas hazañas, debidas a Howard Walls y Kevin Brownlow, hay que sumar las de otros muchos, desde Jonas Mekas a Serge Bromberg, Rick Prelinger, Paolo Cherchi Ussai o Nikolai Izvolov, responsables de conservar, reconstruir y divulgar un arte tan propenso al olvido. Gracias a ellos, el cine progresa hoy con un ojo en el retrovisor, sin aflojar el pie del acelerador.
El vídeo doméstico, y en especial el DVD, no sólo han aportado la posibilidad de visionar y juzgar fuera del ámbito y las condiciones de la sesión cinematográfica, sino que han hecho aflorar numerosos mercados, géneros y comunidades de consumidores donde antes sólo asomaba una jerarquía de clásicos.
Cierto es que, en la era del VHS, este fenómeno sirvió ante todo para que surgieran a la superficie todo tipo de subgéneros ‘psicotrónicos’, pero el DVD trajó consigo un catálogo bien distinto: el documental, la animación independiente, el ‘cine mudo’ y el experimental han adquirido gracias a este formato una visibilidad y circulación como nunca antes habían gozado. Y lo que es más importante: han estimulado las restauraciones y reediciones de clásicos y nuevos-clásicos. El nuevo espectador/consumidor no sólo es receptivo a ese cajón de sastre al que llamamos ‘extras’, sino que paga por una nueva edición de ‘Sunrise’, ‘The Searchers’ o ‘Blade Runner’, si se le indica que han sido restauradas.
Pero es en el ámbito del cine efímero y el experimental, tan distantes en apariencia, donde el impacto del DVD e internet han supuesto un cambio más radical y positivo.
No sólo han abandonado el ático del fastidio, haciendo posible y hasta fácil el acceso a ese otro cine, sino que lejos de suplantarlas, han propiciado proyecciones de las mismas en salas cinematográficas.
En cierto modo, las discutidas compresiones digitales, son la solución al dilema al que se enfrentaron las primeras filmotecas, para las cuales cada proyección suponía un riesgo y un desgaste para las copias que poseían. ¿Qué era más urgente, preservar la copia o la memoria?
Las ediciones digitales preservan hoy el conocimiento, las salas como Xcèntric la experiencia cinematográfica y los archivos, los restos físicos de un arte poderoso fijado sobre una fina película que no soporta cien años de luz.
Publicado en el desplegable de Xcèntric (CCCB) en la 7ª temporada. Diciempre 2007
ALCANZADOS POR EL PRESENTE
(Notas para una conferencia sobre la irrupción del futuro presente)
El cine de Ciencia Ficción, y el fantástico en general, alcanzaron a finales de los sesenta un nuevo umbral en lo que a su consideración crítica se refiere. En apenas un lustro, el género pasó a ser reconocido fuera del ghetto teen gracias a una serie de títulos que forzaron su potencial artístico y narrativo, a la vez que no ocultaban su ambición reivindicativa, alegórica y hasta filosófica.
En definitiva, la ciencia ficción era ya cosa de adultos.
Estas cintas se distanciaban de las que caracterizaron el género anteriormente por la complejidad de sus argumentos, su verosimilitud y por el abandono de ciertos clichés estéticos que tan sólo los cartoons y la saga de Star Treck han deseado perpetuar.
El futuro, podía concluirse ahora, no será otra cosa que la sombra deformada del presente. Sobre la Ciencia Ficción se cernió un pesimismo generalizado que hizo de muchas cintas un catálogo de desastres a prevenir. El heroismo y la excentricidad típicas del pasado, se esfumaron en beneficio de sombrías parábolas de signo pacifista, ecologista o simplemente moralizante.
En estas distopías se refleja un nuevo recelo hacia la tecnología, vista ahora como fuente de catástrofes y deshumanización, a la vez que como herramienta de alienación y vigilancia.
Pero lo más sorprendente, quizás, sea el modo en que el género renovó su atractivo impregnándose de contemporaneidad.
Podríamos decir que la ciencia ficción, alcanzó en el cine su madurez al darse de bruces con el presente, al encontrar la metáfora del progreso en aspectos de nuestra cotidianeidad que detectó como síntomas, no siempre tranquilizadores. Dos espacios sirven en particular para escenificar estas fábulas: el blanco del laboratorio y la ruina.
Ambos están presentes en la realidad y el imaginario de los años sesenta, marcados en lo político por la guerra fría y en lo estético por la frialdad del International Style.
Como en tantos otros generos había ocurrido antes (desde el cine de gangsters al Neorrealismo) , la ciencia ficción halló un balón de oxígeno en los conflictos y angustias de su propio tiempo, sirviéndose incluso de localizaciones reales para reforzar la solidez de sus hipótesis.
El futuro empieza así a poblarse de fragmentos del presente, bien como vestigio, bien como decorado. Los restos de la estatua de la libertad en El Planeta de los simios ( The Planet of the Apes. F J Schaffner, 1969), la Skybreak House de Norman Foster en la que se desmadran Alex y sus amigos en La Naranja mecánica (A Clockwork Orange. S Kubrick, 1971), la delirante urbanización de Portmeirion que servía de set para la serie El Prisionero (The Prisioner P McGoohan, 1967) o la paradisíaca Seaside que aparece en El Show de Truman (The Truman Show P Weir, 1998) son algunos ejemplos de este juego de reflejos en el que pedazos del presente sirven para idear un futuro aleccionador.
Quizás como resultado de la tensión que alcanzó la guerra fría en 1962 o el impacto que la idea de cuarto mundo tuvo a partir de la espectacular degradación del sur del Bronx, uno de los paisajes futuristas más reiterados desde mediados de los sesenta fue el de la ruina. El futuro dejó en poco tiempo de ser como OZ, aquel mundo de formas y colores desconocidos en Kansas, para convertirse en una investigación sobre el presente.
Este cambio de signo, que llena de asperezas nuestra visión del mañana, tendrá en el uso del blanco otra de sus transformaciones más ricas y elocuentes.
Pero antes de que todo esto tuviese lugar, el futuro era un páramo a salvo de las arrugas del presente. Imaginarlo era ante todo un ejercicio de especulación estética, en el que mandaban los deseos de vencer la tradición, el esfuerzo, la lógica y hasta las leyes de la física universal .
EL FUTURO QUE NO FUE
Aelita ( J Protanazov) y La Inhumana ( L’Inhumaine M L’Herbier) , ambas de 1924, fueron las primeras películas en las que se imaginaron mundos diseñados bajo patrones extravagantes o ‘avanzados’, habida cuenta de que arquitectura, vestimenta y tecnología con que se presentan respectivamente la sociedad marciana y terrícola se inspiraron abiertamente en las vanguardias artísticas.
Antes, en las expediciones al imposible de Méliès o R W Paul, la herencia de la ilustración fantástica del siglo XIX impuso su huella en lo que hoy designaríamos como estética juliovernesca. Es decir, se ideaban funciones nuevas, pero se imaginaban con aspecto de mobiliario doméstico burgués.
Tan sólo una de estas imágenes decimonónicas, visualizada por Albert Robida, Winsor McKay y otros muchos ilustradores, ha sobrevivido intacta en nuestro imaginario: urbes monumentales, llenas de edificios-colmena unidos por puentes, sobre un enjambre de carreteras y bajo un cielo infestado de naves. Es una estampa asociada al Babel de Brueghel, a su nueva encarnación, Nueva York, y al mito de Gotham posado sobre ella. Su icónico perfil tuvo en Metropolis (F Lang, 1927) la referencia ineludible, evidente en Blade Runner (R Scott, 1982), Brazil (T Gilliam, 1984), Batman (T Burton, 1989), Dark City (A Proyas, 1995) o El Quinto elemento (The Fifth Element L Besson, 1997), por citar sólo algunas cintas.
Este skyline, que tuvo en Hugh Ferriss (The Metropolis of Tomorrow, 1929) su ilustrador más influyente, constituye la excepción gótica de un imaginario caracterizado por la estilización y que daba por hecho que el mañana pertenecía al diseño aereodinámico.
Los cómics de Alex Raymond, los automóviles de Harley Earl, los diseños de Norman Bel Geddes, la arquitectura de Antonio Sant’Elia y algunos hitos de la industria militar, inspiraron a Hollywood durante décadas . En retorno, sus películas impregnaron el imaginario universal, incluyendo el de científicos, arquitectos, políticos y artistas.
Un ejemplo de este feedback tuvo su origen en el éxito cosechado por Disney con sus primeras producciones para la televisión (Man in Space en 1955 y Man and the Moon en 1956, ambas de W Kimball), que descubrieron a las autoridades americanas lo atractiva que resultaba a la gente la empresa cósmica.
Si Disney pudo emplear a científicos como Werner von Braun en sus cintas fue precisamente porque no estaban entonces ocupados en tareas trascendentes.
La NASA se fundó al poco de que estas cintas se visionaran en el Pentágono, acuciada además por el hondo impacto que supuso el Sputnik soviético sobrevolando su país.
Braun, junto a otros científicos importados de la ruina nazi, redujo a lo simbólico su pudo colaboración en Mars and Beyond ( W Kimball, 1957) , por estar dedicado de lleno a la carrera espacial.
Hasta ese momento, el universo y sus navegantes eran cosa de pulps, comics y seriales cinematográficos.
La Feria Mundial de 1939 en Nueva York, llamada Futurama y con numerosas representacion es de ciudades, medios de locomoción e interiorismo del mañana, no incluyó apenas referencia a la aeronaútica o la conquista del espacio.
Sin embargo, la exposición supuso para los fabuladores una especie de certificación adulta, legitimando el ejercicio del ‘what if…’ como parte de lo que hoy llamamos I+D, y descubriéndolo además como un estímulo al consumo y un hallazgo para esa ingeniería social estadounidense en busca deseperada de denominadores comunes, y en la que armas, automóviles y electrodomésticos tienen un gran peso simbólico.
A toda la iconografía que desde mediados del XIX hasta la mitad del XX celebraba un prometedor mañana, se la conoce hoy como ‘futuro anterior’ (future past o futur antérieur ). Es decir, pronósticos de un período en el que era norma imaginar un mañana de aspecto muy distante al presente. El año 2000 sirvió en multitud de ocasiones como meta en la que proyectar estas fantasías, por lo general optimistas. Conforme la fecha se aproximaba, y se cruzaba incluso el umbral literario de 1984, la idea de un mundo futuro transformado radicalmente y sin vestigios del pasado, se evidenció ingenua. Y lo que es peor, todo ejercicio especulativo parecía abocado al fracaso.
No es este un género en el que el realismo o la verosimilitud sean clave, pero desde luego, la estampa de un mañana sin anclaje en formas reconocibles, resultaba en paisajes distantes y por ello poco útiles a la causa alegórica, moral o política, que es en definitiva donde reside el potencial de estas historias.
En los años dorados del ‘futuro anterior’ cinematográfico (1924-1960), el aereodinamismo, así como las formas puras importadas del arte moderno, compusieron la gran metáfora del progreso. Y no sólo en las pantallas.
Podemos delimitar este período con ficciones, pero también con hitos del diseño industrial, como la locomotora K4S de Raymond Loewy (1935) y el Citroën DS (1955) de Flaminio Bertoni. En la efervescente sociedad de consumo, la excelencia y la notoriedad pasaron durante décadas por la silueta husiforme. La modernidad arquitectónica, marcada sin embargo por el racionalismo rectilíneo, cobra en muchas ficciones un significado ambiguo, más próximo a su demonización que a su celebración sin reservas.
Desde El Gato negro (The Black Cat A S Rogell, 1941) a La Inhumana, llegando a los cuarteles enemigos de la saga Bond, los espacios rectilíneos son presentados como la morada del mal.
Por el contrario, las superficies onduladas, con formas curvas o redondas, sin aristas ni ornamentos, enmarcan por lo general el paraíso, tanto si se trata de retratar un idealizado futuro (La Vida futura / Things to Come W C Menzies, 1936), como el Edén reencontrado (Horizontes perdidos / Lost Horizont F Capra, 1937) o la mismísimas puertas del cielo (A Vida o muerte / A Matter of Life and Death Powell y Pressburger, 1947). El edificio de Bel Geddes para la General Motors en Futurama, los variados ensayos con cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller o el célebre despacho central de Johnson Wax firmado por Frank Lloyd Wright, son ejemplos de una imaginación modernista perfectamente conjugable con la inercia ‘streamline’ y la estética del laboratorio, referente absoluto en la segunda mitad del siglo XX. Como escribió FRS Yorke en su influyente The Modern House (1934) : Es significativo que la nueva estética arquitectónica nazca fuera del taller de arquitectos. Nace en las fábricas y laboratorios, en lugares donde se crean nuevos útiles para el uso cotidiano, sin precedentes, tradición, influencias ni prejuicios estéticos.
Otro ejemplo de esta tendencia aséptica es el ‘cubo blanco’ que el MOMA de Nueva York impuso como modelo escenografíco a mediados de los treinta.
Antes del MOMA, un museo era entendido como un depósito de tesoros cuyo valor venía subrayado por una decoración decimonónica y una densidad de objetos propia de las cuevas de Ali Babá. Ahora, se proponía un recorrido por habitaciones blancas en las que no colgaba una colección permanente , sino obras reunidas ocasionalmente bajo una premisa determinada, dispuestas entre ellas de manera espaciada.
Este modelo, refrendado por el éxito del Stedelijk Museum de Amsterdam y, sobre todo, por el Guggenheim de Nueva York, hará del vacío un nuevísimo sinónimo del lujo y la modernidad, pero también de la incomunicación.
El ‘cubo blanco’, los espacios diáfanos y las formas puras, tienen numerosas representaciones en la ciencia ficción, al principio como una solución económica y osada de avanzar el mundo postmecánico (Ultimatum a la Tierra / The Day the Earth Stood Still R Wise, 1951), después para describir su deshumanización (2001, Una odisea en el espacio / 2001, a Space Odyssey S Kubrick, 1968), parodiar la modernidad (El Dormilón / Sleeper W Allen, 1973), componer un nuevo infierno (THX 1138 de G Lucas en 1970) o, finalmente, ilustrar el cyberespacio (The Matrix de los hermanos Wachowsky en 1999).
UN INFIERNO BLANCO
El blanco sirve en el cine para subrayar la muerte de los sentidos. El blanco es propio de lo agónico, lo no-terrenal, del entumecimiento sensorial del yonki, del espacio reservado al científico, a las salas de controles, los superordenadores, cockpits y hospitales. Blanca es la celda del manicomio, la sala de tortura, la cámara de ejecuciones y el sótano de las autopsias. El blanco es sinónimo de lo nuevo y por ello amnésico, es el espacio sin memoria. El blanco sirve, incluso en westerns y dramas como Track of the Cat (W A Wellman, 1954) o Amadeus (M Forman, 1984), para remarcar la hostilidad y la finitud que se ciernen sobre sus protagonistas.
El blanco nunca representa en el cine un lugar confortable y en la ciencia ficción, menos aún. El nuevo gótico es, definitivamente, blanco.
En cierto modo, su notable protagonismo en tantas cintas desde mediados de los sesenta, certifican el impacto del laboratorio y la informática en nuestro imaginario a la vez que constatan el escepticismo y hasta el rechazo frente a las consecuencias de una sociedad hipertecnificada. La ciencia ocupará en muchas distopías el papel que locos, megalomános y fascistas cumplían antaño. La figura del científico loco es un arquetipo tan antiguo como el género, pero donde El Dr Frankenstein ( Frankenstein J Whale, 1931) , Los Ojos sin rostro (Les Yeuxs sans visage G Franju, 1960) , o Plan Diabólico (Seconds J Frankenheimer, 1966) se centraban en la maldad de una persona o colectivo, ahora es el hábitat quien parece ejercer esa maldad. Desde Coma (M Crichton, 1978) a El Reino (Riget L V Trier, 1994), el hospital ocupa hoy la función que antes cumplía el cementerio romántico: morada de lo abyecto y lo irracional.
Del mismo modo, la mente del maligno, antes apenas enmarcada por la oscuridad, una butaca excéntrica o un lujoso despacho (de Fu-manchú al Dr No), pasa a ser representada por sofisticadas salas de control desde las que el mundo se presenta como un diorama manipulable. La sala de torturas y la de controles se confunden en cintas como El Mensajero del miedo (The Manchurian Candidate J Frankenheimer, 1962), THX 1138, Brazil, El Síndrome de China (The China Syndrome J Bridges, 1979), El Show de Truman o La Isla (The Island M Bay, 2005).
En la cesión de protagonismo a la ‘sala de operaciones’ están reflejados tanto el recelo como la fascinación y entre sus motivaciones podemos señalar el papel que pudieron ejercer la crisis de los misiles de Cuba (imaginada a partir de satélites, gabinetes de crisis, teléfonos rojos y despachos en refugios nucleares), las retransmisiones de la NASA (con la sala de control de Houston como eje), las primeras incursiones artísticas al mundo forense y policial (The Act of Seeing with One’s Own Eyes de Stan Brackhage o Evidence de Larry Sultan y Mike Mandel), catástrofes debidas a supuestas panaceas (DDT, Agente Naranja, Talidomida) y el despliegue de centrales nucleares, con los accidentes de Three Mile Island y Chernóbil a modo de guinda.
Como hiciera Hitchcock con la ducha, a la que convirtió en premonición de tragedia, el laboratorio se ha convertido progresivamente en la cocina de mal, antes ‘atelier’ del Dr Frankenstein o tocador del Dr Jeckyll y ahora forja de planes que afectarán negativamente a millones, como ocurre en La Humanidad en peligro (Them G Douglas, 1954), Los Niños del Brasil (Boys from Brazil F J Schaffner, 1978), Gattaca (A Niccol, 1997) o Código 46 (Code 46 M Winterbottom, 2003).
El blanco quedará pronto demonizado como alegoría de una pureza a la que sólo los fascistas pueden aspirar (El Dormilón). En consecuencia, el confinamiento de personas en estos espacios o bien obedece a un intento eugenésico por restar al hombre aquello ingobernable que lo define (creatividad, líbido, rebeldía), o bien estos espacios representan a un hombre al que ya han extripado tales rasgos y virtudes.
Desde diferentes perspectivas, cuatro de los títulos que más hicieron por hacer adulto al género, convergieron en el uso simbólico del ‘cubo blanco’: 2001, Una Odisea del espacio, THX 1138, La Amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain M Crichton, 1971) y El Dormilón.
En la cinta de Stanley Kubrick, escenario y personajes se presentan desde el principio en un mismo plano expresivo. Bowman y HAL, enfrentados por el mando de la misión, verbalizan sin embargo con similar atonalidad. En el punto álgido de su combate, el valor de Bowman es tan inexpresivo como la nostalgia de HAL al ser desactivado.
En cierto modo, ‘el problema del blanco’ estaba anunciado en uno de sus primeros planos, aquel en el que se muestra el hall de un Hilton espacial, blanco absoluto salvo por unas sillas-habichuela de color rojo, que denotan la ironía y conciencia desde la que se contempla el Contemporary o International Style, ya entonces omnipresentes en areopuertos y grandes despachos de todo el mundo (Play time de J Tati, 1967). Por último, la celda tematizada en la que Bowman es confinado hasta el final de sus días, ofrece otra visión sobre lo poco acojedor que el ‘cubo blanco’ resulta como hábitat, aquí convertido en un museo imposible de aquello terrícola, decorado torpemente por un extraterrestre, o quizás compuesto a partir de la memoria fragmentada del astronauta.
En THX 1138, primer largometraje de George Lucas desarrollado a partir de su corto de graduación en la UCLA, aquello que Kubrick sugería se convierte en el discurso central: la cárcel del futuro no tendrá grafittis, ni huellas, ni superficie alguna que no sea el blanco impermeable.
Lo que desde las cárceles de Guantánamo se ha conocido como ‘privación sensorial’, está anunciado en las celdas blancas de THX 1138, lúcida puesta al día de 1984 cuya aportación más interesante es precisamente el giro de 360 grados con que representa los espacios para la represión: del oscuro sótano decimonónico al cegador plató blanco.
En La Amenaza de Andrómeda, una de las películas que más minutos dedica a operaciones y protocolos mecánicos (ya saben, botones, palancas y puertas con sus correspondientes códigos de acceso), la estética del laboratorio no es vista en apariencia de manera crítica. En apariencia.
La película de Crichton, que narra los efectos de una invasión extraterrestre de caracter vírico, emplea gran parte de su metraje en describir detalladamente todo tipo de gestos, ritos, requerimientos y procesos propios de un cuartel superaislado y ultrasecreto. En su promoción original, se aseguraba que estos espacios y protocolos habían sido calcados a los empleados por la NASA en las cuarentenas a las que se sometía a los astronautas llegados del espacio. Una parodia de estas secuencias, por cierto, es reconocible en MIB (B Sonnenfeld, 1997).
Al final de la cinta, todo ese pesado y severo ceremonial de la seguridad puede comprenderse como una metáfora de la inflexibilidad y falta de reflejos que aqueja a los gobernantes de la ciudad laboratorio, incapaces de corregir sus decisiones cuando al final los invasores resultan no ser tan malignos.
Este gusto por los gestos y operaciones técnicas (botones, palancas, códigos…) forma parte de esos contenidos que no configuran géneros cinematográficos, pero que marcan la evolución de algunos, cultivando su propio público, en este caso el gadget-freak sensible a las virtudes del diseño industrial y exquisito autodidacta que valora tanto o más el tacto y aspecto de un aparato que sus funciones.
El gusto fetichista por las secuencias o planos en los que se manipulan tableros de control, activan bombas, desactivan bombas o corrigen coordenadas de lo que sea, acaba teniendo un protagonismo especial en muchísimas ficciones, como Punto límite (Fail Safe S Lumet, 1964), Juegos de Guerra (Wargames J Badham, 1983), Proyecto Brainstorm (Brainstorm D Trumbull, 1982) o la saga de Alien, y llegando incluso a sinfonías cuasi abstractas de cálculos y operaciones como Pi (D Aronofsky, 1998) o Primer (S Carruth, 2004).
Algún día, conforme se recuperen las joyas del cine corporativo e industrial, se podrá evaluar su verdadero influjo, injustamente menospreciado por su condición fugaz y subordinada. Este prejuicio ningunea las magistrales obras de encargo firmadas por los Eames (para Polaroid o IBM) o Geoffrey Jones (para Shell), e ignora del todo otras muchas piezas ‘anónimas’ pero igualmente ejemplares (Visions of a Reality Ronny Erends para Philips, 1968). Curiosamente, es en formatos experimentales o no narrativos, donde la huella de este cine es a veces más evidente. Junto a clásicos del cine vanguardista (El Ballet Mecánico/ Le Ballet Mécanique de F Léger, 1924, Lo Nuevo y lo viejo/ Staroye I novoye de S Eisenstein, 1929), vale la pena explorar en videoclips (All is Full of Love Chris Cunningham, 1999), secuencias de títulos de crédito (Las Margaritas/ Sedmikrasky de V Chytilová en 1966, Twin Peaks de D Lynch en 1989) y audiovisuales de artistas (The Way Things Go Fischli y Weiss, 1987) para localizar su legado más creativo.
Finalmente, el éxito de series como CSI (A E Zuiker, 2000), demuestra hasta qué punto el ámbito científico, incluso en sus estancias más morbosas, y el detalle de las operaciones que tienen lugar en él, han pasado a formar parte de nuestro gusto.
HUELLAS EN SUBURBIA
Cuando, a finales de los sesenta, el diseño de producción cinematográfico dejó de lado las escenografías más delirantes en beneficio de otras inspiradas en modelos contemporáneos, se produjo un curioso efecto de mise en abyme al ofrecernos una imagen del futuro construída a partir de fragmentos del presente.
Es entonces cuando ‘el futuro’ se vió alcanzado por un presente que andaba sobrado de lecciones sobre los efectos del urbanismo salvaje, la impersonal arquitectura moderna y el mito del progreso tecnológico como panacea universal.
Aquí, comienza una era ‘realista’ de la ciencia ficción cuyo rasgo principal ya no reside tanto en el rigor científico de sus argumentos, a fín de cuentas ya presente en hitos tempranos como La Mujer en la Luna (Frau im Mond F Lang, 1929) o Man in Space, como en su diseño de producción, ahora preocupado por hacer visible la huella humana en objetos y espacios antes impermeables al uso y el desorden.
El futuro no sólo dejó de ser impoluto, sino que se empezó a desarrollar un particular ‘realismo sucio’.
El desorden que Kelvin encuentra en la nave Solaris, propio de un refugio de excursionistas, resultó sorprendente el día de su estreno pero se hizo común en el género en muy poco tiempo. El mismo Douglas Trumbull, que había colaborado con Kubrick en 2001, Una odisea del espacio, desplegó en su primer largometraje, Naves Misteriosas (Silent Running D Trumbull, 1971), una puesta en escena en la que lo doméstico y lo espacial no eran incompatibles.
Su potagonista, Bruce Dern, comanda en ella unas naves en las que se albergan los últimos grandes bosques de la tierra. La rutina, antes y después de pelear con sus compañeros por la preservación de estos paisajes encapsulados bajo cúpulas ‘a la Buckminster Fuller’, viene descrita magníficamente en sus ropajes, propios de un ermitaño, así como en los juegos y silencios que ocupan su largo viaje. Hasta sus queridos robots, la concesión más clara a la fantasía, deben ser reprogramados cada vez que se desea de ellos una función diferente.
Ninguna cabina espacial, después de Naves Misteriosas, volvió a parecer un laboratorio. Hasta la saga de Star Wars, decididamente retro, mostró en su primera trilogía una clara influencia de aquella cinta. Sus naves, cuarteles y palacios estelares eran futuristas pero a la vez tangibles, con mecanismos hidráulicos, ruedas oruga y rampas chirriantes. Y lo más importante: las superficies presentaban aboyaduras, roces, imperfecciones y polvo por doquier.
Las primeras secencias de Alien, el octavo pasajero (Alien R Scott, 1979), cuando despiertan la nave y sus habitantes, son célebres precisamente por el cuidado naturalista con que se describe todo.Y desde aquí, ya no ha habido futuro sin óxido ni bajos fondos: Blade Runner, Atmósfera Cero (Outland P Hyams,1980), El Quinto elemento o Desafío total (Total Recall P Verhoeven, 1990) serían tan sólo algunos ejemplos.
Pero al margen del cuidado por el detalle o los interiores, muchas de estas cintas se arriesgan y esmeran además por mostrar the big picture, el marco arquitectónico o urbanístico en el que se desarrolla la acción. Lo significativo, de nuevo, es la manera en que el presente se cuela como set futurista. Se rueda en escenarios existentes (Fahrenheith 451 de F Truffaut en 1966, Lemmy contra Alphaville, La Naranja Mecánica) y asoman debates contemporáneos sobre los barrios-dormitorio, la vida en los no-lugares o las ciudades jardín y otros ensayos utópicos.
Hay centros comerciales que sirvieron de plató en secuencias de El Planeta de los simios y poblaciones residenciales que se rodaron tal cual y crearon el efecto caricaturesco de una perfección inalcanzable (Eduardo Manostijeras/ Edward Scissorhands de T Burton en 1990, El Show de Truman).
En una pirueta forzada por las leyes de la mercadotecnia, muchas películas recientes cuya acción se sitúa en el futuro no sólo se ruedan parcialmente en escenarios reales, sino que ponen en manos del héroe gadgets y automóviles de la temporada, a modo de promoción. El resultado de este inoportuno product placement es que para cuando llega la edición DVD de la película, nuestro héroe luce un móvil obsoleto y su coche, un GPS que da risa.
En este panorama, donde se confunden presente y futuro, los parques temáticos cobran un atractivo especial, no sólo como escenario en el que ubicar historias (Almas de metal de M Crichton), sino como modelo de fabricación de la realidad. Truman vive engañado en la ficción que han creado para él, pero en Capricornio Uno (Capricorn One P Hyams, 1978) se sugería ya las posibilidad de engañar al mundo entero con falsas conquistas espaciales retransmitidas desde un plató.
La fiebre conspiranoica, que arranca con el magnicidio en Dallas de 1963, conoce desde entonces constantes manifestaciones en la pantalla, que van del suspense (El Último testigo/ The Parallax View de A J Pakula en 1974, La Conversación/ The Conversation de F F Coppola en 1974, Enemigo público/ Enemy of the State de T Scott en 1998) al terror (La Semilla del diablo/ Rosemary’s Baby, El Quimérico inquilino/ Le Locataire de R Poloanski en 1968 y 1976, Están vivos/ The Live de J Carpenter en 1988). Pero fue en la ciencia ficción donde esta suspicacia enfermiza alcanzó todo su potencial alegórico, dando al solipsismo una dimensión política-filosófica-detectivesca muy atractiva al espectador posmoderno, enemigo del estado y amigo de lo sobrenatural.
De todos los títulos citables -Blade Runner, Brazil, Expediente X (The X Files
C Carter, 1993), ExistenZ (D Cronenberg, 1999), The Matrix, Paycheck (J Woo, 2003), Minority Report (S Spielberg, 2002)- uno es especialmente interesante por lo que refiere a la manera en que la arquitectura participa: Dark City.
En esta cinta, la morfología misma de la ciudad era alterada desde el subsuelo por una gente, los ‘Ocultos’, capaces de sumir en el sueño y la amnesia a los habitantes del exterior durante para poder llevar a cabo las periódicas transformaciones. La ciudad es siempre diferente y siempre familiar, ya que sus constructores basan su obra en los recuerdos robados a sus habitantes, imágenes de distintas ciudades y épocas con los que dan forma a un único meme: la City. Coches, mobiliario y atuendos contribuyen desde la indefinición a una siniestra atemporalidad.
Este efecto figura en numerosas cintas desde que Godard fundiera la Ciencia Ficción y el Polar (policíaco francés) en Lemmy contra Alphaville (Alphaville, un etrange aventure de Lemmy Caution J L Godard, 1965).
En Blade Runner, que fundía los tópicos de NY (densa y vertical) con los de L.A. (desparramada en lo horizontal), la publicidad corporativa que viste las paredes de gigantescos rascacielos es lo único reminiscente de nuestro tiempo.
También en Desafío total o Regreso al futuro (Back to the Future R Zemeckis, 1985) algunas marcas cumplen el papel que antes se reservaba a los edificios simbólicos: el de un hito desde el que ubicarse a través del tiempo.
La mala suerte, o la falta de atino, hizo que pasados unos pocos años, la mayoría de marcas vistas en Blade Runner ya no existieran.
Poco importa, el mundo presentado en Blade Runner es un Babel decadente que deja intuir su desmoronamiento desde el primer gran plano general, que evoca claramente la pintura de Brueghel sobre la torre citada en el Antiguo Testamento. Cuanto aparece en este L.A. de 2019 parece amenazado por una cuenta atrás y es precisamente esta fragilidad la que otorga una emoción especial al discurso de sus protagonistas.
La inminencia de la destrucción, de un cataclismo higiénico, está también presente en Brazil o Dark City, urgida además por un espectador cuyo imaginario está plagado de magníficas ruinas.
Desde mediados de los sesenta, la ruina se reinventó como un escenario dramático y atractivo a la vez, lejos del pesar vinculado a la europa de posguerra. Ahora, el paisaje de la devastación podía ser visto como una hoja en blanco idónea para el nuevo Adán-cazador.
LA RUINA SOÑADA
En el reverso del ‘futuro anterior’ figura el paisaje en ruinas, probablemente resultante de una guerra nuclear. La imagen ya aparecía en La Vida futura, rodada años antes de que la bomba siquiera existiese. Pero, es después de que esta detonara de verdad y, sobre todo, tras años de propaganda nutrida de imágenes de detonaciones espectaculares en desiertos y océanos, cuando se conforma una nueva visión sobre ‘el día despues’. Mucho antes de que se hablara del invierno nuclear, el hongo atómico llegó a representar una suerte de ‘punto y aparte’ tras el que unos pocos volverían a conquistar la tierra y la historia. Se dejó, efectivamente, de vivir con miedo y se aprendió a amar la bomba.
La idea de ‘heredar la tierra’ se presentaba en muchas ficciones de tal manera que resultaba en poco menos que una invitación al saqueo. En el capítulo más famoso de The Twilight Zone (R Serling, 1959), Time Enough at Last, un lector empedernido que sobrevive a la hecatombe nuclear, ve en su desgracia la feliz oportunidad de leer todo aquello que siempre quiso.
La imagen del superviviente recorriendo grandes ciudades desiertas remitía a la del conquistador (The Day the Earth Caught Fire V Guest,1961) y hasta a la del astronauta, capaz de hacer suyo un planeta con sólo clavar una bandera en él (La Hora final de S Kramer, 1959).
En El Último hombre vivo (The Omega Man B Sagal, 1971), esta imagen llega a resultar excitante y hasta lúdica, presentando las ruinas de L.A. como un parque de tiro en el que Charlton Heston afina su puntería sobre zombies. Cuando se aburre, se proyecta en un cine, metralleta en mano, su película favorita: Woodstock (M Wadleigh, 1970). Mirándola exclama –‘¡Ya no se hacen películas como esta!’.
La silueta de un hombre recorriendo paisajes desiertos y ciudades fantasma es recurrente desde entonces en cine, comic y televisión, desde The World, the Flesh and the Devil (R McDougall, 1959) a Kamikaze 1999, Max Headroom (1987) o la saga de Mad Max.
Más allá de los destrozos propios del llamado cine de catástrofes, las películas en las que la ruina sirve de edén en negativo sobre el que reiniciar nuestra historia, evocan las figuras de Adan y Eva (El Planeta de los Simios, Terminator de J Cameron) y por ello casi parecen invocar la hecatombe a modo de reset necesario.
Sobre la implantación de este escenario, debió influir la degradación de Harlem y el sur del Bronx en la década 1965 -1975. La ciudad de Nueva York, en declarada bancarota, alarmó dentro y fuera del país con imágenes tercermundistas tomadas en el escaparate de la primera economía del mundo. Las fotografías de Bruce Davidson (East 100th Street, 1970), junto a otros célebres reportajes, mostraron calles desiertas con edificios humeantes (en 1973 se contaban dos mil bloques de viviendas ruinosos en el sur del Bronx), coches abandonados en medio de las calles, bocas de riego abiertas sin control y niños jugando entre cascotes. Todo, a un par de millas de la quinta avenida.
Sin embargo, por dramático que resultase este paisaje, para la cámara resultó una golosina. La fotogenia de la ruina se impuso incluso sobre la industrial, encumbrada por Antonioni celebrada hasta el abuso en películas y series de TV que culminaban en factorias su tiroteo final. Ahora, el clímax no sería en una fábrica, sino en una fábrica abandonada.
La fascinación escenográfica por la ruina, y otros no-lugares inarticulados, se filtró transversalmente a todos los géneros, desde el histórico (Paseo por el amor y la muerte/ A Walk with Love and Death de J Houston, 1969), al policial (El Elemento del crimen/ Forbrydelsens element de L V Trier, 1984), el drama (El Rey está vivo/ The King is Alive de K Levring, 2000) y el fantástico en toda su amplitud (Kamikaze 1999/ Le Dernier Combat de L Besson en 1983, Matadero cinco/ Slaughterhouse Five de G R Hill en 1972, Cielo sobre Berlín/ Der Himmel uber Berlin de W Wenders en 1987, Akira de K Otomo en 1988 Final Fantasy de H Sakaguchi en 2001 y, Pola X de L Carax en 1999).
Tan sólo Peter Watkins tuvo capacidad para sobrecoger de verdad a partir de la ruina, sin oportunidad para el deleite estético, aunque para ello debió culminar un nuevo género que pilló al público desarmado y, por ello, lo subyugó ante la pantalla. En The War Game (1965), rodada para la BBC y pensada para emitirse por televisión, Watkins ofrecía al publico un documental diseñado con el aspecto de una urgente conexión en directo, y en el que se narraban los efectos de un ataque nuclear sobre Gran Bretaña.
Se trataba de un ‘falso documental’ que trasladaba a la televisión la estrategia que Orson Welles empleó en su famosa emisión radiofónica de La Guerra de los Mundos de H G Wells, en 1938. Sin embargo, la cinta de Watkins no apostaba la credulidad del público contra hombrecillos verdes ni naves extraterrestres, sino contra una pesadilla anidada en el inconsciente colectivo desde hacía años, ahora representada de manera hiperrealista. Desgraciadamente para Watkins, el tema nuclear estaba vetado en la BBC debido a un acuerdo secreto, e ilegal, sellado años atrás entre el gobierno de Churchill y la cadena televisiva. Todo tipo de obstáculos se interpusieron en su producción y emisión, argumentando lo inadmisible de su crudeza, hasta que Watkins tiró la toalla y dejó la cadena. La película se proyectó en algunos cine-clubs y filmotecas. BBC no la emitió hasta 1985 . La era Reagan abonaba entonces las últimas pesadillas de la guerra fría (El Día después/ The Day After de N Meyer en 1983, Cuando el viento sopla/ When the Winds Blow de J T Murakami en 1986), pero la ruina postnuclear pertenecía ya a mutantes y cazadores, abanderados todos del modern primitivism (Kamikaze 1999, Mad Max de G Miller en 1979), vanguardia californiana de la década de los ochenta pionera del tatuaje tribal, el piercing y la scarificación .
Hay en esta ruina mucho de lúdico, de tablero de juego, pista de pruebas, área de competición o planicie para el combate. En las últimas expresiones de este subgénero (Waterworld de K Reynodls en 1995) todo parecía diseñado pensando en posteriores explotaciones en parques temáticos.
Otro playground, el del videojuego, ha hecho de la ruina un escenario recurrente (Resident Evil de P W S Anderson, 2002), quizás porque el medio todavía mide su progreso en clave de trampantojo, a partir de sus posibilidades de representación hiperrealista, para lo que la estética del desecho es ideal. Como ocurriera en el tránsito del ‘futuro anterior’ a la ciencia ficción contemporánea, en el paso de la era analógica a la digital hemos desarrollado un gusto nostálgico por aquello ‘desgastado’, por las marcas que el uso y el paso del tiempo dejan sobre toda estructura y superficie. El medio digital se dota ocasionalmente de estas huellas gracias a herramientas que añaden ‘polvo y rayas’ a imágenes y sonidos (Planet Terror de R Rodriguez, 2007).
En The Matrix, ni el blanco ni la ruina comparten significado con las películas citadas antes. Lo más destacable en esta cinta (como en algunas secuencias de Jonny Mnemonic de R Longo, 1985) es el esfuerzo por visualizar las características del mundo digital, e integrarlas al argumento de manera coherente. El blanco en el que flotan los protagonistas cuando se les dota de armamento representa acertadamente el ciberespacio: ingrávido, inmediato e insensible. En él, un fusil de asalto o mil, un enemigo o dos mil, cuestan casi el mismo ‘esfuerzo’ informático.
La ruina, por otra parte, ya no se presenta como un punto de partida sino como un espacio del todo inhabitable ( Final Fantasy).
El combate verdadero, en cualquier caso, tiene lugar en el intangible digital, en un Chicago del futuro que sólo existe para algunos ‘conectados’ pero que fue rodado en las calles de Sidney.
Es aquí, quizás, donde acaba el futuro-presente y se inicia otra etapa, en la que ya no es posible interpretar tan fácilmente el imaginario futurista. El mundo digital se caracteriza, entre otras cosas, por un gigantesco archivo que lo pone todo al alcance a un mismo coste, facilitando un uso y consulta ‘desordenados’. La atemporalidad resultante, en tendencias y diseños de todo tipo, no es problema comparado con la difuminación del linde entre lo real y lo virtual, tema central de no pocos clásicos del género pero que, sospecho, ya no es percibido como un problema por parte del espectador más jóven.
Conferencia para la exposición Paradigmas de Fundación Telefónica en el 2007. Publicado en el catálogo de la exposición.
El cine de Ciencia Ficción, y el fantástico en general, alcanzaron a finales de los sesenta un nuevo umbral en lo que a su consideración crítica se refiere. En apenas un lustro, el género pasó a ser reconocido fuera del ghetto teen gracias a una serie de títulos que forzaron su potencial artístico y narrativo, a la vez que no ocultaban su ambición reivindicativa, alegórica y hasta filosófica.
En definitiva, la ciencia ficción era ya cosa de adultos.
Estas cintas se distanciaban de las que caracterizaron el género anteriormente por la complejidad de sus argumentos, su verosimilitud y por el abandono de ciertos clichés estéticos que tan sólo los cartoons y la saga de Star Treck han deseado perpetuar.
El futuro, podía concluirse ahora, no será otra cosa que la sombra deformada del presente. Sobre la Ciencia Ficción se cernió un pesimismo generalizado que hizo de muchas cintas un catálogo de desastres a prevenir. El heroismo y la excentricidad típicas del pasado, se esfumaron en beneficio de sombrías parábolas de signo pacifista, ecologista o simplemente moralizante.
En estas distopías se refleja un nuevo recelo hacia la tecnología, vista ahora como fuente de catástrofes y deshumanización, a la vez que como herramienta de alienación y vigilancia.
Pero lo más sorprendente, quizás, sea el modo en que el género renovó su atractivo impregnándose de contemporaneidad.
Podríamos decir que la ciencia ficción, alcanzó en el cine su madurez al darse de bruces con el presente, al encontrar la metáfora del progreso en aspectos de nuestra cotidianeidad que detectó como síntomas, no siempre tranquilizadores. Dos espacios sirven en particular para escenificar estas fábulas: el blanco del laboratorio y la ruina.
Ambos están presentes en la realidad y el imaginario de los años sesenta, marcados en lo político por la guerra fría y en lo estético por la frialdad del International Style.
Como en tantos otros generos había ocurrido antes (desde el cine de gangsters al Neorrealismo) , la ciencia ficción halló un balón de oxígeno en los conflictos y angustias de su propio tiempo, sirviéndose incluso de localizaciones reales para reforzar la solidez de sus hipótesis.
El futuro empieza así a poblarse de fragmentos del presente, bien como vestigio, bien como decorado. Los restos de la estatua de la libertad en El Planeta de los simios ( The Planet of the Apes. F J Schaffner, 1969), la Skybreak House de Norman Foster en la que se desmadran Alex y sus amigos en La Naranja mecánica (A Clockwork Orange. S Kubrick, 1971), la delirante urbanización de Portmeirion que servía de set para la serie El Prisionero (The Prisioner P McGoohan, 1967) o la paradisíaca Seaside que aparece en El Show de Truman (The Truman Show P Weir, 1998) son algunos ejemplos de este juego de reflejos en el que pedazos del presente sirven para idear un futuro aleccionador.
Quizás como resultado de la tensión que alcanzó la guerra fría en 1962 o el impacto que la idea de cuarto mundo tuvo a partir de la espectacular degradación del sur del Bronx, uno de los paisajes futuristas más reiterados desde mediados de los sesenta fue el de la ruina. El futuro dejó en poco tiempo de ser como OZ, aquel mundo de formas y colores desconocidos en Kansas, para convertirse en una investigación sobre el presente.
Este cambio de signo, que llena de asperezas nuestra visión del mañana, tendrá en el uso del blanco otra de sus transformaciones más ricas y elocuentes.
Pero antes de que todo esto tuviese lugar, el futuro era un páramo a salvo de las arrugas del presente. Imaginarlo era ante todo un ejercicio de especulación estética, en el que mandaban los deseos de vencer la tradición, el esfuerzo, la lógica y hasta las leyes de la física universal .
EL FUTURO QUE NO FUE
Aelita ( J Protanazov) y La Inhumana ( L’Inhumaine M L’Herbier) , ambas de 1924, fueron las primeras películas en las que se imaginaron mundos diseñados bajo patrones extravagantes o ‘avanzados’, habida cuenta de que arquitectura, vestimenta y tecnología con que se presentan respectivamente la sociedad marciana y terrícola se inspiraron abiertamente en las vanguardias artísticas.
Antes, en las expediciones al imposible de Méliès o R W Paul, la herencia de la ilustración fantástica del siglo XIX impuso su huella en lo que hoy designaríamos como estética juliovernesca. Es decir, se ideaban funciones nuevas, pero se imaginaban con aspecto de mobiliario doméstico burgués.
Tan sólo una de estas imágenes decimonónicas, visualizada por Albert Robida, Winsor McKay y otros muchos ilustradores, ha sobrevivido intacta en nuestro imaginario: urbes monumentales, llenas de edificios-colmena unidos por puentes, sobre un enjambre de carreteras y bajo un cielo infestado de naves. Es una estampa asociada al Babel de Brueghel, a su nueva encarnación, Nueva York, y al mito de Gotham posado sobre ella. Su icónico perfil tuvo en Metropolis (F Lang, 1927) la referencia ineludible, evidente en Blade Runner (R Scott, 1982), Brazil (T Gilliam, 1984), Batman (T Burton, 1989), Dark City (A Proyas, 1995) o El Quinto elemento (The Fifth Element L Besson, 1997), por citar sólo algunas cintas.
Este skyline, que tuvo en Hugh Ferriss (The Metropolis of Tomorrow, 1929) su ilustrador más influyente, constituye la excepción gótica de un imaginario caracterizado por la estilización y que daba por hecho que el mañana pertenecía al diseño aereodinámico.
Los cómics de Alex Raymond, los automóviles de Harley Earl, los diseños de Norman Bel Geddes, la arquitectura de Antonio Sant’Elia y algunos hitos de la industria militar, inspiraron a Hollywood durante décadas . En retorno, sus películas impregnaron el imaginario universal, incluyendo el de científicos, arquitectos, políticos y artistas.
Un ejemplo de este feedback tuvo su origen en el éxito cosechado por Disney con sus primeras producciones para la televisión (Man in Space en 1955 y Man and the Moon en 1956, ambas de W Kimball), que descubrieron a las autoridades americanas lo atractiva que resultaba a la gente la empresa cósmica.
Si Disney pudo emplear a científicos como Werner von Braun en sus cintas fue precisamente porque no estaban entonces ocupados en tareas trascendentes.
La NASA se fundó al poco de que estas cintas se visionaran en el Pentágono, acuciada además por el hondo impacto que supuso el Sputnik soviético sobrevolando su país.
Braun, junto a otros científicos importados de la ruina nazi, redujo a lo simbólico su pudo colaboración en Mars and Beyond ( W Kimball, 1957) , por estar dedicado de lleno a la carrera espacial.
Hasta ese momento, el universo y sus navegantes eran cosa de pulps, comics y seriales cinematográficos.
La Feria Mundial de 1939 en Nueva York, llamada Futurama y con numerosas representacion es de ciudades, medios de locomoción e interiorismo del mañana, no incluyó apenas referencia a la aeronaútica o la conquista del espacio.
Sin embargo, la exposición supuso para los fabuladores una especie de certificación adulta, legitimando el ejercicio del ‘what if…’ como parte de lo que hoy llamamos I+D, y descubriéndolo además como un estímulo al consumo y un hallazgo para esa ingeniería social estadounidense en busca deseperada de denominadores comunes, y en la que armas, automóviles y electrodomésticos tienen un gran peso simbólico.
A toda la iconografía que desde mediados del XIX hasta la mitad del XX celebraba un prometedor mañana, se la conoce hoy como ‘futuro anterior’ (future past o futur antérieur ). Es decir, pronósticos de un período en el que era norma imaginar un mañana de aspecto muy distante al presente. El año 2000 sirvió en multitud de ocasiones como meta en la que proyectar estas fantasías, por lo general optimistas. Conforme la fecha se aproximaba, y se cruzaba incluso el umbral literario de 1984, la idea de un mundo futuro transformado radicalmente y sin vestigios del pasado, se evidenció ingenua. Y lo que es peor, todo ejercicio especulativo parecía abocado al fracaso.
No es este un género en el que el realismo o la verosimilitud sean clave, pero desde luego, la estampa de un mañana sin anclaje en formas reconocibles, resultaba en paisajes distantes y por ello poco útiles a la causa alegórica, moral o política, que es en definitiva donde reside el potencial de estas historias.
En los años dorados del ‘futuro anterior’ cinematográfico (1924-1960), el aereodinamismo, así como las formas puras importadas del arte moderno, compusieron la gran metáfora del progreso. Y no sólo en las pantallas.
Podemos delimitar este período con ficciones, pero también con hitos del diseño industrial, como la locomotora K4S de Raymond Loewy (1935) y el Citroën DS (1955) de Flaminio Bertoni. En la efervescente sociedad de consumo, la excelencia y la notoriedad pasaron durante décadas por la silueta husiforme. La modernidad arquitectónica, marcada sin embargo por el racionalismo rectilíneo, cobra en muchas ficciones un significado ambiguo, más próximo a su demonización que a su celebración sin reservas.
Desde El Gato negro (The Black Cat A S Rogell, 1941) a La Inhumana, llegando a los cuarteles enemigos de la saga Bond, los espacios rectilíneos son presentados como la morada del mal.
Por el contrario, las superficies onduladas, con formas curvas o redondas, sin aristas ni ornamentos, enmarcan por lo general el paraíso, tanto si se trata de retratar un idealizado futuro (La Vida futura / Things to Come W C Menzies, 1936), como el Edén reencontrado (Horizontes perdidos / Lost Horizont F Capra, 1937) o la mismísimas puertas del cielo (A Vida o muerte / A Matter of Life and Death Powell y Pressburger, 1947). El edificio de Bel Geddes para la General Motors en Futurama, los variados ensayos con cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller o el célebre despacho central de Johnson Wax firmado por Frank Lloyd Wright, son ejemplos de una imaginación modernista perfectamente conjugable con la inercia ‘streamline’ y la estética del laboratorio, referente absoluto en la segunda mitad del siglo XX. Como escribió FRS Yorke en su influyente The Modern House (1934) : Es significativo que la nueva estética arquitectónica nazca fuera del taller de arquitectos. Nace en las fábricas y laboratorios, en lugares donde se crean nuevos útiles para el uso cotidiano, sin precedentes, tradición, influencias ni prejuicios estéticos.
Otro ejemplo de esta tendencia aséptica es el ‘cubo blanco’ que el MOMA de Nueva York impuso como modelo escenografíco a mediados de los treinta.
Antes del MOMA, un museo era entendido como un depósito de tesoros cuyo valor venía subrayado por una decoración decimonónica y una densidad de objetos propia de las cuevas de Ali Babá. Ahora, se proponía un recorrido por habitaciones blancas en las que no colgaba una colección permanente , sino obras reunidas ocasionalmente bajo una premisa determinada, dispuestas entre ellas de manera espaciada.
Este modelo, refrendado por el éxito del Stedelijk Museum de Amsterdam y, sobre todo, por el Guggenheim de Nueva York, hará del vacío un nuevísimo sinónimo del lujo y la modernidad, pero también de la incomunicación.
El ‘cubo blanco’, los espacios diáfanos y las formas puras, tienen numerosas representaciones en la ciencia ficción, al principio como una solución económica y osada de avanzar el mundo postmecánico (Ultimatum a la Tierra / The Day the Earth Stood Still R Wise, 1951), después para describir su deshumanización (2001, Una odisea en el espacio / 2001, a Space Odyssey S Kubrick, 1968), parodiar la modernidad (El Dormilón / Sleeper W Allen, 1973), componer un nuevo infierno (THX 1138 de G Lucas en 1970) o, finalmente, ilustrar el cyberespacio (The Matrix de los hermanos Wachowsky en 1999).
UN INFIERNO BLANCO
El blanco sirve en el cine para subrayar la muerte de los sentidos. El blanco es propio de lo agónico, lo no-terrenal, del entumecimiento sensorial del yonki, del espacio reservado al científico, a las salas de controles, los superordenadores, cockpits y hospitales. Blanca es la celda del manicomio, la sala de tortura, la cámara de ejecuciones y el sótano de las autopsias. El blanco es sinónimo de lo nuevo y por ello amnésico, es el espacio sin memoria. El blanco sirve, incluso en westerns y dramas como Track of the Cat (W A Wellman, 1954) o Amadeus (M Forman, 1984), para remarcar la hostilidad y la finitud que se ciernen sobre sus protagonistas.
El blanco nunca representa en el cine un lugar confortable y en la ciencia ficción, menos aún. El nuevo gótico es, definitivamente, blanco.
En cierto modo, su notable protagonismo en tantas cintas desde mediados de los sesenta, certifican el impacto del laboratorio y la informática en nuestro imaginario a la vez que constatan el escepticismo y hasta el rechazo frente a las consecuencias de una sociedad hipertecnificada. La ciencia ocupará en muchas distopías el papel que locos, megalomános y fascistas cumplían antaño. La figura del científico loco es un arquetipo tan antiguo como el género, pero donde El Dr Frankenstein ( Frankenstein J Whale, 1931) , Los Ojos sin rostro (Les Yeuxs sans visage G Franju, 1960) , o Plan Diabólico (Seconds J Frankenheimer, 1966) se centraban en la maldad de una persona o colectivo, ahora es el hábitat quien parece ejercer esa maldad. Desde Coma (M Crichton, 1978) a El Reino (Riget L V Trier, 1994), el hospital ocupa hoy la función que antes cumplía el cementerio romántico: morada de lo abyecto y lo irracional.
Del mismo modo, la mente del maligno, antes apenas enmarcada por la oscuridad, una butaca excéntrica o un lujoso despacho (de Fu-manchú al Dr No), pasa a ser representada por sofisticadas salas de control desde las que el mundo se presenta como un diorama manipulable. La sala de torturas y la de controles se confunden en cintas como El Mensajero del miedo (The Manchurian Candidate J Frankenheimer, 1962), THX 1138, Brazil, El Síndrome de China (The China Syndrome J Bridges, 1979), El Show de Truman o La Isla (The Island M Bay, 2005).
En la cesión de protagonismo a la ‘sala de operaciones’ están reflejados tanto el recelo como la fascinación y entre sus motivaciones podemos señalar el papel que pudieron ejercer la crisis de los misiles de Cuba (imaginada a partir de satélites, gabinetes de crisis, teléfonos rojos y despachos en refugios nucleares), las retransmisiones de la NASA (con la sala de control de Houston como eje), las primeras incursiones artísticas al mundo forense y policial (The Act of Seeing with One’s Own Eyes de Stan Brackhage o Evidence de Larry Sultan y Mike Mandel), catástrofes debidas a supuestas panaceas (DDT, Agente Naranja, Talidomida) y el despliegue de centrales nucleares, con los accidentes de Three Mile Island y Chernóbil a modo de guinda.
Como hiciera Hitchcock con la ducha, a la que convirtió en premonición de tragedia, el laboratorio se ha convertido progresivamente en la cocina de mal, antes ‘atelier’ del Dr Frankenstein o tocador del Dr Jeckyll y ahora forja de planes que afectarán negativamente a millones, como ocurre en La Humanidad en peligro (Them G Douglas, 1954), Los Niños del Brasil (Boys from Brazil F J Schaffner, 1978), Gattaca (A Niccol, 1997) o Código 46 (Code 46 M Winterbottom, 2003).
El blanco quedará pronto demonizado como alegoría de una pureza a la que sólo los fascistas pueden aspirar (El Dormilón). En consecuencia, el confinamiento de personas en estos espacios o bien obedece a un intento eugenésico por restar al hombre aquello ingobernable que lo define (creatividad, líbido, rebeldía), o bien estos espacios representan a un hombre al que ya han extripado tales rasgos y virtudes.
Desde diferentes perspectivas, cuatro de los títulos que más hicieron por hacer adulto al género, convergieron en el uso simbólico del ‘cubo blanco’: 2001, Una Odisea del espacio, THX 1138, La Amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain M Crichton, 1971) y El Dormilón.
En la cinta de Stanley Kubrick, escenario y personajes se presentan desde el principio en un mismo plano expresivo. Bowman y HAL, enfrentados por el mando de la misión, verbalizan sin embargo con similar atonalidad. En el punto álgido de su combate, el valor de Bowman es tan inexpresivo como la nostalgia de HAL al ser desactivado.
En cierto modo, ‘el problema del blanco’ estaba anunciado en uno de sus primeros planos, aquel en el que se muestra el hall de un Hilton espacial, blanco absoluto salvo por unas sillas-habichuela de color rojo, que denotan la ironía y conciencia desde la que se contempla el Contemporary o International Style, ya entonces omnipresentes en areopuertos y grandes despachos de todo el mundo (Play time de J Tati, 1967). Por último, la celda tematizada en la que Bowman es confinado hasta el final de sus días, ofrece otra visión sobre lo poco acojedor que el ‘cubo blanco’ resulta como hábitat, aquí convertido en un museo imposible de aquello terrícola, decorado torpemente por un extraterrestre, o quizás compuesto a partir de la memoria fragmentada del astronauta.
En THX 1138, primer largometraje de George Lucas desarrollado a partir de su corto de graduación en la UCLA, aquello que Kubrick sugería se convierte en el discurso central: la cárcel del futuro no tendrá grafittis, ni huellas, ni superficie alguna que no sea el blanco impermeable.
Lo que desde las cárceles de Guantánamo se ha conocido como ‘privación sensorial’, está anunciado en las celdas blancas de THX 1138, lúcida puesta al día de 1984 cuya aportación más interesante es precisamente el giro de 360 grados con que representa los espacios para la represión: del oscuro sótano decimonónico al cegador plató blanco.
En La Amenaza de Andrómeda, una de las películas que más minutos dedica a operaciones y protocolos mecánicos (ya saben, botones, palancas y puertas con sus correspondientes códigos de acceso), la estética del laboratorio no es vista en apariencia de manera crítica. En apariencia.
La película de Crichton, que narra los efectos de una invasión extraterrestre de caracter vírico, emplea gran parte de su metraje en describir detalladamente todo tipo de gestos, ritos, requerimientos y procesos propios de un cuartel superaislado y ultrasecreto. En su promoción original, se aseguraba que estos espacios y protocolos habían sido calcados a los empleados por la NASA en las cuarentenas a las que se sometía a los astronautas llegados del espacio. Una parodia de estas secuencias, por cierto, es reconocible en MIB (B Sonnenfeld, 1997).
Al final de la cinta, todo ese pesado y severo ceremonial de la seguridad puede comprenderse como una metáfora de la inflexibilidad y falta de reflejos que aqueja a los gobernantes de la ciudad laboratorio, incapaces de corregir sus decisiones cuando al final los invasores resultan no ser tan malignos.
Este gusto por los gestos y operaciones técnicas (botones, palancas, códigos…) forma parte de esos contenidos que no configuran géneros cinematográficos, pero que marcan la evolución de algunos, cultivando su propio público, en este caso el gadget-freak sensible a las virtudes del diseño industrial y exquisito autodidacta que valora tanto o más el tacto y aspecto de un aparato que sus funciones.
El gusto fetichista por las secuencias o planos en los que se manipulan tableros de control, activan bombas, desactivan bombas o corrigen coordenadas de lo que sea, acaba teniendo un protagonismo especial en muchísimas ficciones, como Punto límite (Fail Safe S Lumet, 1964), Juegos de Guerra (Wargames J Badham, 1983), Proyecto Brainstorm (Brainstorm D Trumbull, 1982) o la saga de Alien, y llegando incluso a sinfonías cuasi abstractas de cálculos y operaciones como Pi (D Aronofsky, 1998) o Primer (S Carruth, 2004).
Algún día, conforme se recuperen las joyas del cine corporativo e industrial, se podrá evaluar su verdadero influjo, injustamente menospreciado por su condición fugaz y subordinada. Este prejuicio ningunea las magistrales obras de encargo firmadas por los Eames (para Polaroid o IBM) o Geoffrey Jones (para Shell), e ignora del todo otras muchas piezas ‘anónimas’ pero igualmente ejemplares (Visions of a Reality Ronny Erends para Philips, 1968). Curiosamente, es en formatos experimentales o no narrativos, donde la huella de este cine es a veces más evidente. Junto a clásicos del cine vanguardista (El Ballet Mecánico/ Le Ballet Mécanique de F Léger, 1924, Lo Nuevo y lo viejo/ Staroye I novoye de S Eisenstein, 1929), vale la pena explorar en videoclips (All is Full of Love Chris Cunningham, 1999), secuencias de títulos de crédito (Las Margaritas/ Sedmikrasky de V Chytilová en 1966, Twin Peaks de D Lynch en 1989) y audiovisuales de artistas (The Way Things Go Fischli y Weiss, 1987) para localizar su legado más creativo.
Finalmente, el éxito de series como CSI (A E Zuiker, 2000), demuestra hasta qué punto el ámbito científico, incluso en sus estancias más morbosas, y el detalle de las operaciones que tienen lugar en él, han pasado a formar parte de nuestro gusto.
HUELLAS EN SUBURBIA
Cuando, a finales de los sesenta, el diseño de producción cinematográfico dejó de lado las escenografías más delirantes en beneficio de otras inspiradas en modelos contemporáneos, se produjo un curioso efecto de mise en abyme al ofrecernos una imagen del futuro construída a partir de fragmentos del presente.
Es entonces cuando ‘el futuro’ se vió alcanzado por un presente que andaba sobrado de lecciones sobre los efectos del urbanismo salvaje, la impersonal arquitectura moderna y el mito del progreso tecnológico como panacea universal.
Aquí, comienza una era ‘realista’ de la ciencia ficción cuyo rasgo principal ya no reside tanto en el rigor científico de sus argumentos, a fín de cuentas ya presente en hitos tempranos como La Mujer en la Luna (Frau im Mond F Lang, 1929) o Man in Space, como en su diseño de producción, ahora preocupado por hacer visible la huella humana en objetos y espacios antes impermeables al uso y el desorden.
El futuro no sólo dejó de ser impoluto, sino que se empezó a desarrollar un particular ‘realismo sucio’.
El desorden que Kelvin encuentra en la nave Solaris, propio de un refugio de excursionistas, resultó sorprendente el día de su estreno pero se hizo común en el género en muy poco tiempo. El mismo Douglas Trumbull, que había colaborado con Kubrick en 2001, Una odisea del espacio, desplegó en su primer largometraje, Naves Misteriosas (Silent Running D Trumbull, 1971), una puesta en escena en la que lo doméstico y lo espacial no eran incompatibles.
Su potagonista, Bruce Dern, comanda en ella unas naves en las que se albergan los últimos grandes bosques de la tierra. La rutina, antes y después de pelear con sus compañeros por la preservación de estos paisajes encapsulados bajo cúpulas ‘a la Buckminster Fuller’, viene descrita magníficamente en sus ropajes, propios de un ermitaño, así como en los juegos y silencios que ocupan su largo viaje. Hasta sus queridos robots, la concesión más clara a la fantasía, deben ser reprogramados cada vez que se desea de ellos una función diferente.
Ninguna cabina espacial, después de Naves Misteriosas, volvió a parecer un laboratorio. Hasta la saga de Star Wars, decididamente retro, mostró en su primera trilogía una clara influencia de aquella cinta. Sus naves, cuarteles y palacios estelares eran futuristas pero a la vez tangibles, con mecanismos hidráulicos, ruedas oruga y rampas chirriantes. Y lo más importante: las superficies presentaban aboyaduras, roces, imperfecciones y polvo por doquier.
Las primeras secencias de Alien, el octavo pasajero (Alien R Scott, 1979), cuando despiertan la nave y sus habitantes, son célebres precisamente por el cuidado naturalista con que se describe todo.Y desde aquí, ya no ha habido futuro sin óxido ni bajos fondos: Blade Runner, Atmósfera Cero (Outland P Hyams,1980), El Quinto elemento o Desafío total (Total Recall P Verhoeven, 1990) serían tan sólo algunos ejemplos.
Pero al margen del cuidado por el detalle o los interiores, muchas de estas cintas se arriesgan y esmeran además por mostrar the big picture, el marco arquitectónico o urbanístico en el que se desarrolla la acción. Lo significativo, de nuevo, es la manera en que el presente se cuela como set futurista. Se rueda en escenarios existentes (Fahrenheith 451 de F Truffaut en 1966, Lemmy contra Alphaville, La Naranja Mecánica) y asoman debates contemporáneos sobre los barrios-dormitorio, la vida en los no-lugares o las ciudades jardín y otros ensayos utópicos.
Hay centros comerciales que sirvieron de plató en secuencias de El Planeta de los simios y poblaciones residenciales que se rodaron tal cual y crearon el efecto caricaturesco de una perfección inalcanzable (Eduardo Manostijeras/ Edward Scissorhands de T Burton en 1990, El Show de Truman).
En una pirueta forzada por las leyes de la mercadotecnia, muchas películas recientes cuya acción se sitúa en el futuro no sólo se ruedan parcialmente en escenarios reales, sino que ponen en manos del héroe gadgets y automóviles de la temporada, a modo de promoción. El resultado de este inoportuno product placement es que para cuando llega la edición DVD de la película, nuestro héroe luce un móvil obsoleto y su coche, un GPS que da risa.
En este panorama, donde se confunden presente y futuro, los parques temáticos cobran un atractivo especial, no sólo como escenario en el que ubicar historias (Almas de metal de M Crichton), sino como modelo de fabricación de la realidad. Truman vive engañado en la ficción que han creado para él, pero en Capricornio Uno (Capricorn One P Hyams, 1978) se sugería ya las posibilidad de engañar al mundo entero con falsas conquistas espaciales retransmitidas desde un plató.
La fiebre conspiranoica, que arranca con el magnicidio en Dallas de 1963, conoce desde entonces constantes manifestaciones en la pantalla, que van del suspense (El Último testigo/ The Parallax View de A J Pakula en 1974, La Conversación/ The Conversation de F F Coppola en 1974, Enemigo público/ Enemy of the State de T Scott en 1998) al terror (La Semilla del diablo/ Rosemary’s Baby, El Quimérico inquilino/ Le Locataire de R Poloanski en 1968 y 1976, Están vivos/ The Live de J Carpenter en 1988). Pero fue en la ciencia ficción donde esta suspicacia enfermiza alcanzó todo su potencial alegórico, dando al solipsismo una dimensión política-filosófica-detectivesca muy atractiva al espectador posmoderno, enemigo del estado y amigo de lo sobrenatural.
De todos los títulos citables -Blade Runner, Brazil, Expediente X (The X Files
C Carter, 1993), ExistenZ (D Cronenberg, 1999), The Matrix, Paycheck (J Woo, 2003), Minority Report (S Spielberg, 2002)- uno es especialmente interesante por lo que refiere a la manera en que la arquitectura participa: Dark City.
En esta cinta, la morfología misma de la ciudad era alterada desde el subsuelo por una gente, los ‘Ocultos’, capaces de sumir en el sueño y la amnesia a los habitantes del exterior durante para poder llevar a cabo las periódicas transformaciones. La ciudad es siempre diferente y siempre familiar, ya que sus constructores basan su obra en los recuerdos robados a sus habitantes, imágenes de distintas ciudades y épocas con los que dan forma a un único meme: la City. Coches, mobiliario y atuendos contribuyen desde la indefinición a una siniestra atemporalidad.
Este efecto figura en numerosas cintas desde que Godard fundiera la Ciencia Ficción y el Polar (policíaco francés) en Lemmy contra Alphaville (Alphaville, un etrange aventure de Lemmy Caution J L Godard, 1965).
En Blade Runner, que fundía los tópicos de NY (densa y vertical) con los de L.A. (desparramada en lo horizontal), la publicidad corporativa que viste las paredes de gigantescos rascacielos es lo único reminiscente de nuestro tiempo.
También en Desafío total o Regreso al futuro (Back to the Future R Zemeckis, 1985) algunas marcas cumplen el papel que antes se reservaba a los edificios simbólicos: el de un hito desde el que ubicarse a través del tiempo.
La mala suerte, o la falta de atino, hizo que pasados unos pocos años, la mayoría de marcas vistas en Blade Runner ya no existieran.
Poco importa, el mundo presentado en Blade Runner es un Babel decadente que deja intuir su desmoronamiento desde el primer gran plano general, que evoca claramente la pintura de Brueghel sobre la torre citada en el Antiguo Testamento. Cuanto aparece en este L.A. de 2019 parece amenazado por una cuenta atrás y es precisamente esta fragilidad la que otorga una emoción especial al discurso de sus protagonistas.
La inminencia de la destrucción, de un cataclismo higiénico, está también presente en Brazil o Dark City, urgida además por un espectador cuyo imaginario está plagado de magníficas ruinas.
Desde mediados de los sesenta, la ruina se reinventó como un escenario dramático y atractivo a la vez, lejos del pesar vinculado a la europa de posguerra. Ahora, el paisaje de la devastación podía ser visto como una hoja en blanco idónea para el nuevo Adán-cazador.
LA RUINA SOÑADA
En el reverso del ‘futuro anterior’ figura el paisaje en ruinas, probablemente resultante de una guerra nuclear. La imagen ya aparecía en La Vida futura, rodada años antes de que la bomba siquiera existiese. Pero, es después de que esta detonara de verdad y, sobre todo, tras años de propaganda nutrida de imágenes de detonaciones espectaculares en desiertos y océanos, cuando se conforma una nueva visión sobre ‘el día despues’. Mucho antes de que se hablara del invierno nuclear, el hongo atómico llegó a representar una suerte de ‘punto y aparte’ tras el que unos pocos volverían a conquistar la tierra y la historia. Se dejó, efectivamente, de vivir con miedo y se aprendió a amar la bomba.
La idea de ‘heredar la tierra’ se presentaba en muchas ficciones de tal manera que resultaba en poco menos que una invitación al saqueo. En el capítulo más famoso de The Twilight Zone (R Serling, 1959), Time Enough at Last, un lector empedernido que sobrevive a la hecatombe nuclear, ve en su desgracia la feliz oportunidad de leer todo aquello que siempre quiso.
La imagen del superviviente recorriendo grandes ciudades desiertas remitía a la del conquistador (The Day the Earth Caught Fire V Guest,1961) y hasta a la del astronauta, capaz de hacer suyo un planeta con sólo clavar una bandera en él (La Hora final de S Kramer, 1959).
En El Último hombre vivo (The Omega Man B Sagal, 1971), esta imagen llega a resultar excitante y hasta lúdica, presentando las ruinas de L.A. como un parque de tiro en el que Charlton Heston afina su puntería sobre zombies. Cuando se aburre, se proyecta en un cine, metralleta en mano, su película favorita: Woodstock (M Wadleigh, 1970). Mirándola exclama –‘¡Ya no se hacen películas como esta!’.
La silueta de un hombre recorriendo paisajes desiertos y ciudades fantasma es recurrente desde entonces en cine, comic y televisión, desde The World, the Flesh and the Devil (R McDougall, 1959) a Kamikaze 1999, Max Headroom (1987) o la saga de Mad Max.
Más allá de los destrozos propios del llamado cine de catástrofes, las películas en las que la ruina sirve de edén en negativo sobre el que reiniciar nuestra historia, evocan las figuras de Adan y Eva (El Planeta de los Simios, Terminator de J Cameron) y por ello casi parecen invocar la hecatombe a modo de reset necesario.
Sobre la implantación de este escenario, debió influir la degradación de Harlem y el sur del Bronx en la década 1965 -1975. La ciudad de Nueva York, en declarada bancarota, alarmó dentro y fuera del país con imágenes tercermundistas tomadas en el escaparate de la primera economía del mundo. Las fotografías de Bruce Davidson (East 100th Street, 1970), junto a otros célebres reportajes, mostraron calles desiertas con edificios humeantes (en 1973 se contaban dos mil bloques de viviendas ruinosos en el sur del Bronx), coches abandonados en medio de las calles, bocas de riego abiertas sin control y niños jugando entre cascotes. Todo, a un par de millas de la quinta avenida.
Sin embargo, por dramático que resultase este paisaje, para la cámara resultó una golosina. La fotogenia de la ruina se impuso incluso sobre la industrial, encumbrada por Antonioni celebrada hasta el abuso en películas y series de TV que culminaban en factorias su tiroteo final. Ahora, el clímax no sería en una fábrica, sino en una fábrica abandonada.
La fascinación escenográfica por la ruina, y otros no-lugares inarticulados, se filtró transversalmente a todos los géneros, desde el histórico (Paseo por el amor y la muerte/ A Walk with Love and Death de J Houston, 1969), al policial (El Elemento del crimen/ Forbrydelsens element de L V Trier, 1984), el drama (El Rey está vivo/ The King is Alive de K Levring, 2000) y el fantástico en toda su amplitud (Kamikaze 1999/ Le Dernier Combat de L Besson en 1983, Matadero cinco/ Slaughterhouse Five de G R Hill en 1972, Cielo sobre Berlín/ Der Himmel uber Berlin de W Wenders en 1987, Akira de K Otomo en 1988 Final Fantasy de H Sakaguchi en 2001 y, Pola X de L Carax en 1999).
Tan sólo Peter Watkins tuvo capacidad para sobrecoger de verdad a partir de la ruina, sin oportunidad para el deleite estético, aunque para ello debió culminar un nuevo género que pilló al público desarmado y, por ello, lo subyugó ante la pantalla. En The War Game (1965), rodada para la BBC y pensada para emitirse por televisión, Watkins ofrecía al publico un documental diseñado con el aspecto de una urgente conexión en directo, y en el que se narraban los efectos de un ataque nuclear sobre Gran Bretaña.
Se trataba de un ‘falso documental’ que trasladaba a la televisión la estrategia que Orson Welles empleó en su famosa emisión radiofónica de La Guerra de los Mundos de H G Wells, en 1938. Sin embargo, la cinta de Watkins no apostaba la credulidad del público contra hombrecillos verdes ni naves extraterrestres, sino contra una pesadilla anidada en el inconsciente colectivo desde hacía años, ahora representada de manera hiperrealista. Desgraciadamente para Watkins, el tema nuclear estaba vetado en la BBC debido a un acuerdo secreto, e ilegal, sellado años atrás entre el gobierno de Churchill y la cadena televisiva. Todo tipo de obstáculos se interpusieron en su producción y emisión, argumentando lo inadmisible de su crudeza, hasta que Watkins tiró la toalla y dejó la cadena. La película se proyectó en algunos cine-clubs y filmotecas. BBC no la emitió hasta 1985 . La era Reagan abonaba entonces las últimas pesadillas de la guerra fría (El Día después/ The Day After de N Meyer en 1983, Cuando el viento sopla/ When the Winds Blow de J T Murakami en 1986), pero la ruina postnuclear pertenecía ya a mutantes y cazadores, abanderados todos del modern primitivism (Kamikaze 1999, Mad Max de G Miller en 1979), vanguardia californiana de la década de los ochenta pionera del tatuaje tribal, el piercing y la scarificación .
Hay en esta ruina mucho de lúdico, de tablero de juego, pista de pruebas, área de competición o planicie para el combate. En las últimas expresiones de este subgénero (Waterworld de K Reynodls en 1995) todo parecía diseñado pensando en posteriores explotaciones en parques temáticos.
Otro playground, el del videojuego, ha hecho de la ruina un escenario recurrente (Resident Evil de P W S Anderson, 2002), quizás porque el medio todavía mide su progreso en clave de trampantojo, a partir de sus posibilidades de representación hiperrealista, para lo que la estética del desecho es ideal. Como ocurriera en el tránsito del ‘futuro anterior’ a la ciencia ficción contemporánea, en el paso de la era analógica a la digital hemos desarrollado un gusto nostálgico por aquello ‘desgastado’, por las marcas que el uso y el paso del tiempo dejan sobre toda estructura y superficie. El medio digital se dota ocasionalmente de estas huellas gracias a herramientas que añaden ‘polvo y rayas’ a imágenes y sonidos (Planet Terror de R Rodriguez, 2007).
En The Matrix, ni el blanco ni la ruina comparten significado con las películas citadas antes. Lo más destacable en esta cinta (como en algunas secuencias de Jonny Mnemonic de R Longo, 1985) es el esfuerzo por visualizar las características del mundo digital, e integrarlas al argumento de manera coherente. El blanco en el que flotan los protagonistas cuando se les dota de armamento representa acertadamente el ciberespacio: ingrávido, inmediato e insensible. En él, un fusil de asalto o mil, un enemigo o dos mil, cuestan casi el mismo ‘esfuerzo’ informático.
La ruina, por otra parte, ya no se presenta como un punto de partida sino como un espacio del todo inhabitable ( Final Fantasy).
El combate verdadero, en cualquier caso, tiene lugar en el intangible digital, en un Chicago del futuro que sólo existe para algunos ‘conectados’ pero que fue rodado en las calles de Sidney.
Es aquí, quizás, donde acaba el futuro-presente y se inicia otra etapa, en la que ya no es posible interpretar tan fácilmente el imaginario futurista. El mundo digital se caracteriza, entre otras cosas, por un gigantesco archivo que lo pone todo al alcance a un mismo coste, facilitando un uso y consulta ‘desordenados’. La atemporalidad resultante, en tendencias y diseños de todo tipo, no es problema comparado con la difuminación del linde entre lo real y lo virtual, tema central de no pocos clásicos del género pero que, sospecho, ya no es percibido como un problema por parte del espectador más jóven.
Conferencia para la exposición Paradigmas de Fundación Telefónica en el 2007. Publicado en el catálogo de la exposición.
ERROL MORRIS, LAS APARIENCIAS NO ENGAÑAN
Con Errol Morris (1948), el cine documental se cuestiona oportunamente el valor de las imágenes. Desde su primer filme, y a través de una desconcertante variedad de temas, lo que ha interesado siempre a este realizador es la facilidad con la que algunas maneras de representar han condicionado a sujeto y espectador. Para Morris ‘creer es lo que te hace ver, y no al revés’.
¿Y en qué escenario podría encontrar Morris más ejemplos sobre la manipulación y el valor polisémico de cualquier imagen que en el relato bélico?
En Standard Operating Procedure (2008), su último y galardonado documental, convergen de algún modo los temas que había labrado en sus largometrajes anteriores, tomando como motivo las infames fotografías de torturas captadas por soldados en Abu Graib.
Quienes esperaban un documental a la Moore, que se limitase a denunciar al gobierno americano como responsable de tales abusos, se llevaron una decepción, ya que S.O.P. reflexiona sobre el origen de esas imágenes y de su inquietante puesta escena pero, especialmente, sobre el tremendo valor que han adquirido para representar a todo un conflicto. Las imágenes de Abu Graib dan visibilidad a un horror que las autoridades norteamericanas preferirían oculto, pero para Morris, también representan un horror (quizás no generalizado) capaz de eclipsar a una operación mucho mayor.
Estas imágenes convienen sin duda a quienes se han enfrentado a la invasión de Iraq, pero ¿y si mañana se resumiese la Guerra Civil Española con un puñado de imágenes de exaltados quemando iglesias?
A medio camino entre el ensayo y la denuncia, Morris despliega en S.O.P. su prolijo arsenal de recursos artísticos, en los que no faltan recreaciones, material de archivo ni entrevistas realizadas con dispositivos de su invención. Y eso, es un ámbito en el que aún se confunde la exploración del mundo real con el realismo, escuece a más de uno.
La atención de la que goza el documental actualmente, apenas deja entrever los retos y conflictos a los que se enfrenta un género que ha perdido sus fronteras y dependido hasta hoy, en gran medida, de estrategias visuales llamadas directas, realistas, naturalistas o verité. Estas vías no han perdido su fuerza, ahí están las justamente celebradas ‘Los Espigadores y la espigadora’ (Varda, 2000), ‘La Pesadilla de Darwin’ (Sauper, 2004)’, o el auge del reporterismo gonzo tipo ‘Callejeros’, con hermanos menores como los vistos en otras cadenas y expresiones mayores como el recientemente premiado ‘Can Tunis’ (Morandi y Toledo, 2007).
Pero otras maneras bien diferentes han alcanzado las pantallas, evidenciando que todo vale para asomarse al mundo real, y advertirnos, en última instancia, contra la idea de que hay estilos más apropiados que otros en el relato documental.
Por eso debe recalcarse que las elecciones de Morris son deliberadas y beligerantes: ‘Existe esa idea de que si sigues ciertas reglas, si filmas de un modo determinado, entonces la verdad asoma repentinamente. Las reglas son bastante claras. Filma con la cámara en mano. Filma con la luz disponible, hazte invisible, observa sin ser visto. Y, por supuesto, no interacciones. Se trata de una idea-receta. Pones los ingredientes adecuados y la verdad se revela mágicamente’.
Declarado militante anti cinéma-verité, Morris se opone a cualquier identificación entre veracidad y estilo. Aún más, se opone especialmente a ejercer su profesión sin dejar claro que tiene un gran sentido del estilo. La lista de sus colaboradores evidencia hasta qué punto integra en su discurso cosas que vimos en otras partes. Lo mismo encarga títulos de crédito a Kyle Cooper (‘Seven’), que bandas sonoras a Philip Glass y Danny Elfman o confía la dirección de fotografía a Robert Richardson (‘Natural Born Killers’).
Su experiencia como reputado realizador de publicidad, le provee además de un dinero regular, de recursos y estrategias de última generación.
La carrera de Morris es de una coherencia intachable, iniciándose con títulos de sorprendente simplicidad formal (‘The Gates of Heaven’, ‘Vernon, Florida’) en los que, sin embargo, puso en práctica su particular derribo de cualquier técnica propia del direct cinema y similares. Morris concibe, escenifica y planea como si de una ficción se tratase. Sitúa a sus entrevistados de manera frontal a la cámara, dejando que participen en la manera en que desean ser retratados. Y después, deja la cámara rodando y al sujeto explayándose sin apenas interrumpirlo. Es entonces. cuando el entrevistado más se esfuerza en presentarse adecuadamente, cuando asoman temas no previstos y cuando lo interesante se desplaza desde la pregunta de origen a gestos verdaderamente elocuentes y relatos increíbles.
Es así como un juego de apariencias, un dispositivo artificioso y un entrevistado advertido, terminan por revelar verdades insospechadas. Un previsto imprevisto.
Y es por eso que los argumentos resumidos de sus documentales jamás hacen justicia a lo apasionante en su contenido.
A menudo se acusa a Morris de centrarse excesivamente en personajes extravagantes y anécdotas grotescas. Y es cierto que los tipos raros, weirdos, abundan en su filmografía, pero no en la manera previsible. Sonará a tópico, pero los personajes más alucinantes asoman en sus entrevistados, a priori, más sosos, mientras que los acreditados como bichos raros (como el protagonista de ‘Mr Death’), acaban por parecer nuestro (patético) vecino de rellano. Esto es claramente visible en su serie televisiva ‘First Person’, en la que entrevistó a un buen número de perfectos anónimos, hoy convertidos en inolvidables catódicos por algún motivo que no figuraba en su tarjeta de presentación.
Morris, ha explorado como nadie el potencial de la entrevista, desarrollando inventos como el Megatron y el Interrotron, que le permiten filmar el rostro del entrevistado como si nos mirase a nosotros, mientras éste ve una pantalla con la imagen de Morris, como si estuviese frente a él.
Tras estos títulos, su carrera destacó por cuestiones formales más llamativas, aunque no necesariamente más rupturistas, como el gusto por las recreaciones y un uso del montaje trepidante, en el que nunca faltó una banda sonora envolvente y hasta contagiosa.
La naturaleza fragmentaria de alguna de estas cintas, incluída S.O.P., queda patente en la web de la misma, en la que una buena parte de la cinta viene decompuesta en clips y diagramas con toda la información sobre las imágenes y entrevistados que la protagonizan.
Por último, la frase promocional de la cinta La guerra contra el terror será fotografiada, que alude al hito musical de Gil Scott-Heron The Revolution will not be televised, refleja claramente hasta qué punto Morris desea servirse de las infames imágenes de Abu Graib para reflexionar sobre el régimen escópico en el estamos inmersos y su preocupante futuro. En una reciente entrevista (The New York Times, 11 de agosto), Morris reflexionaba sobre el impacto de las imágenes, verdaderas o falsas, sobre un público que se cree a salvo de manipulaciones por el mero hecho de estar advertido contra ellas : ‘Para alterar una imágen no necesitas Photoshop, basta con cambiar el texto del pie de foto’.
Y, recordando las manipulaciones expuestas por Powell (secretario de Estado de EE.UU.) y otros como prueba de que Iraq albergaba armas de destrucción masiva, Morris se alarmaba en la misma entrevista ante la evidencia de que una vez pronunciadas estas mentiras, la mayoría permanecen como verdades en la memoria, incluso después de ser denunciadas. Mentiras que cuentan verdades y viceversa. ¿La falsa foto del cormorán mostrada durante la primera guerra del Golfo, implicaba que no existía la catástrofe medioambiental que supuestamente ilustraba? Del mismo modo, como puede verse en S.O.P., las imágenes auténticas de las atrocidades en Iraq han devenido también en usos fraudulentos (un tipo que aseguraba ser el hombre bajo la capucha, había impreso incluso esa imagen en su tarjeta de abogado) que, a su vez, registran la miseria moral y de todo tipo que conlleva cada conflicto.
¿Estamos educados para sobrevivir a todas las verdades y mentiras que contendrá toda imagen en su circulación?
¿Are we ready for Mr Morris?
http://morris.blogs.nytimes.com
www.sonyclassics.com/standardoperatingprocedure/site.html
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 1 de octubre de 2008.
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=01&bm=10&by=2008&ed=01&em=10&ey=2008
INTIMIDAR; INTIMIDAD
Existe un tremendo desorden en lo que concierne al valor de nuestra imagen.
Nos resistimos a ser vigilados desde cámaras ocultas en la calle, pero colgamos en la red fotos y vídeos que hasta hace poco constituían el álbum familiar, y también algunas de las del otro álbum personal. La webcam, que imaginamos como una ventana electrónica, es usada como un espejo por miles de adolescentes que se miran con coquetería mientras ensayan bailes en ropa interior que luego, despreocupadamente, lanzan al océano digital como un regalo, un testimonio o una picardía a la que los americanos llaman teasing, conscientes del tormento que causan en el receptor. Luego están los vándalos, que se sirven de estas nuevas cámaras para registrar sus hazañas, y que cuando éstas están realizadas contra alguien, son conscientes de cómo la grabación aumenta la humillación hacia sus víctimas y hasta del valor que ésta puede adquirir para posteriores extorsiones. Las prácticas rayan lo increíble, por su crueldad, y casi hay que recomendar su silenciamiento, no sea una de esas cosas que una vez pronunciadas, son promocionadas.
Lo que todas estas prácticas tienen en común, siendo su propósito aparentemente diferente, es que revelan un nuevo sistema de valores, en el que la cámara ya no sirve para notariar viajes ni tropiezos ante lo bello, sino para generar evidencias de lo que ahora otorga valor a quien está frente y detrás de la cámara: soy bella y dueña de mi sexualidad, me gusta el riesgo y no temo a la autoridad, soy capaz de imponerme por la fuerza, etc
Estas imágenes sirven y significan en la medida en que en el cosmos teen tiene un valor de cambio y devuelven a su autor algún prestigio. El Hucleberry Finn de antaño, que pagaba su ejercico de libertad con la marginalidad, está ahora en la cúspide jerárquica de muchas aulas. Y la manera de entender la libertad que tienen estos cabecillas, es contraviniendo mucho de lo establecido, o políticamente correcto, hallándonos ante la paradoja histórica de que en gran medida, lo establecido hoy es más que correcto y rebelarse contra ello, más que inconveniente, puede ser hasta reaccionario.
En cierta manera, el uso que hacemos de estas nuevas cámaras refrendan a Paul Virilio cuando afirma que el accidente es el poducto de mayor valor en nuestra sociedad, es aquello que, como imágen o noticia, más rápido circula y que más riqueza genera en su venta e intercambio, constituyendo finalmente, la esencia de noticiarios y el dictado de la agenda política.
Quizás, también nos hallemos ante la dictadura que las pantallas imponen con su particular código de fotogenía, por el que nada vale tanto como una buena caída (Preston Sturges) y ninguna película triunfa sin destruir la propiedad, desnudar a la gente o insultar a la autoridad (Alan Alda).
El llamado cine skater, que tuvo en el programa de MTV Jackass su expresión comercial, anticipó este esquema de valores, al proponer un formato audiovisual en el que el gag lo es todo y en el que éste es concebido a partir de variaciones ingeniosas y salvajes del slapstick, humor de riesgo y habilidad física.
La brevedad y autonomía de estos gags los hacen idóneos para el intercambio vía móvil o internet. El carácter outsider del mundillo skater, que no se define por cuestionar al sistema sino por circular siempre en deriva, inventar un espacio de edad suspendida y al margen de la sensatez, ha hecho de la cafrada, del accidente planificado, su expresión artística efímera. Algunas tienen la belleza de una acción situacionista. Otras, producen vergüenza ajena.
Otra manera de entender la producción de estas imágenes, es la verlas como una extensión artificiosa y planificada, de aquello que nutre los programas de videos caseros y de imágenes impactantes. Si estos programas certifican lo atractivo de la imágen catastrófica, vouyeurística y accidental, parece lógico que alguien se plantee hacer de su producción una creación de riesgo (para los demás).
Internet contiene y representa todas las paradojas concernientes a esta situación.
Las habitaciones de los demás son uno de los escenarios más comunes en la red.
La vida de los otros, con y sin su consentimiento, es seguramente el tema que más pesa en el matrix del www. Y el vouyeur, que hasta hace poco era representado como una figura solitaria y antisocial, es hoy como el turista, un tópico y una condición que todos encarnamos intermitentemente.
Quizás halla algo bueno en que la gente valore al resto como una familia universal y cuelge su álbum, o parte de él, para quien desee verlo.
¡Que gran subversión desatender la histeria que nos rodea sobre los derechos de propiedad y el miedo a lo que los demás hagan con nuestra imágen!
Urge, no obstante, aprender a desprestigiar (de manera efectiva) el uso que de éstas imágenes hacen algunos como herramienta de humillación. Las numerosas páginas y archivos de imágenes de ex-novias vengadas, sin ir más lejos, representan un nuevo delito, en apariencia light, que sumariza lo peor de la atomizada intimidad digital.
Publicado en La Vanguardia
Nos resistimos a ser vigilados desde cámaras ocultas en la calle, pero colgamos en la red fotos y vídeos que hasta hace poco constituían el álbum familiar, y también algunas de las del otro álbum personal. La webcam, que imaginamos como una ventana electrónica, es usada como un espejo por miles de adolescentes que se miran con coquetería mientras ensayan bailes en ropa interior que luego, despreocupadamente, lanzan al océano digital como un regalo, un testimonio o una picardía a la que los americanos llaman teasing, conscientes del tormento que causan en el receptor. Luego están los vándalos, que se sirven de estas nuevas cámaras para registrar sus hazañas, y que cuando éstas están realizadas contra alguien, son conscientes de cómo la grabación aumenta la humillación hacia sus víctimas y hasta del valor que ésta puede adquirir para posteriores extorsiones. Las prácticas rayan lo increíble, por su crueldad, y casi hay que recomendar su silenciamiento, no sea una de esas cosas que una vez pronunciadas, son promocionadas.
Lo que todas estas prácticas tienen en común, siendo su propósito aparentemente diferente, es que revelan un nuevo sistema de valores, en el que la cámara ya no sirve para notariar viajes ni tropiezos ante lo bello, sino para generar evidencias de lo que ahora otorga valor a quien está frente y detrás de la cámara: soy bella y dueña de mi sexualidad, me gusta el riesgo y no temo a la autoridad, soy capaz de imponerme por la fuerza, etc
Estas imágenes sirven y significan en la medida en que en el cosmos teen tiene un valor de cambio y devuelven a su autor algún prestigio. El Hucleberry Finn de antaño, que pagaba su ejercico de libertad con la marginalidad, está ahora en la cúspide jerárquica de muchas aulas. Y la manera de entender la libertad que tienen estos cabecillas, es contraviniendo mucho de lo establecido, o políticamente correcto, hallándonos ante la paradoja histórica de que en gran medida, lo establecido hoy es más que correcto y rebelarse contra ello, más que inconveniente, puede ser hasta reaccionario.
En cierta manera, el uso que hacemos de estas nuevas cámaras refrendan a Paul Virilio cuando afirma que el accidente es el poducto de mayor valor en nuestra sociedad, es aquello que, como imágen o noticia, más rápido circula y que más riqueza genera en su venta e intercambio, constituyendo finalmente, la esencia de noticiarios y el dictado de la agenda política.
Quizás, también nos hallemos ante la dictadura que las pantallas imponen con su particular código de fotogenía, por el que nada vale tanto como una buena caída (Preston Sturges) y ninguna película triunfa sin destruir la propiedad, desnudar a la gente o insultar a la autoridad (Alan Alda).
El llamado cine skater, que tuvo en el programa de MTV Jackass su expresión comercial, anticipó este esquema de valores, al proponer un formato audiovisual en el que el gag lo es todo y en el que éste es concebido a partir de variaciones ingeniosas y salvajes del slapstick, humor de riesgo y habilidad física.
La brevedad y autonomía de estos gags los hacen idóneos para el intercambio vía móvil o internet. El carácter outsider del mundillo skater, que no se define por cuestionar al sistema sino por circular siempre en deriva, inventar un espacio de edad suspendida y al margen de la sensatez, ha hecho de la cafrada, del accidente planificado, su expresión artística efímera. Algunas tienen la belleza de una acción situacionista. Otras, producen vergüenza ajena.
Otra manera de entender la producción de estas imágenes, es la verlas como una extensión artificiosa y planificada, de aquello que nutre los programas de videos caseros y de imágenes impactantes. Si estos programas certifican lo atractivo de la imágen catastrófica, vouyeurística y accidental, parece lógico que alguien se plantee hacer de su producción una creación de riesgo (para los demás).
Internet contiene y representa todas las paradojas concernientes a esta situación.
Las habitaciones de los demás son uno de los escenarios más comunes en la red.
La vida de los otros, con y sin su consentimiento, es seguramente el tema que más pesa en el matrix del www. Y el vouyeur, que hasta hace poco era representado como una figura solitaria y antisocial, es hoy como el turista, un tópico y una condición que todos encarnamos intermitentemente.
Quizás halla algo bueno en que la gente valore al resto como una familia universal y cuelge su álbum, o parte de él, para quien desee verlo.
¡Que gran subversión desatender la histeria que nos rodea sobre los derechos de propiedad y el miedo a lo que los demás hagan con nuestra imágen!
Urge, no obstante, aprender a desprestigiar (de manera efectiva) el uso que de éstas imágenes hacen algunos como herramienta de humillación. Las numerosas páginas y archivos de imágenes de ex-novias vengadas, sin ir más lejos, representan un nuevo delito, en apariencia light, que sumariza lo peor de la atomizada intimidad digital.
Publicado en La Vanguardia
9.11.09
LAS REGLAS DEL JUEGO O CÓMO DEJÉ DE PENSAR QUE ME ENGAÑABAN Y EMPECÉ A DISFRUTAR SU DOLOR FINGIDO
Imitación a la vida
La recientemente galardonada The Wrestler (Darren Aronofsky), ha forzado nuestra atención hacia la trastienda de esta ruidosa actividad que nunca nos hemos tomado muy en serio. Apenas hemos visto unos planos de la cinta, en las crónicas apresuradas sobre el festival de cine de Venecia y su palmarés, y enseguida hemos reconocido la historia, que aunque creemos haber visto mil veces, aún no nos aburre. Tan sólo han cambiado algunas reglas del juego, ya que en este caso en lugar de ser la historia del declive de un boxeador nos hallamos ante el sufrimiento de un luchador, un wrestler enfundado en calzón de supervillano, de esos tan ridículos, que de inmediato invoca el tópico del payaso doliente y las notas de Tracks of My Tears.
A pesar de todo lo que diferencia sus mundos, el wrestling está ocupando sigilosamente el vacío dejado por el boxeo, no sólo porque ambos tengan lugar en un cuadrilátero sino porque éste último está apropiándose de los arquetipos que constituyeron los pilares del imaginario boxeístico. La cuestión, ante este relevo, es si, a cambio de dar visibilidad a sus miserias, el wrestling podrá adquirir aquella dimensión mitológica y cultural que tuvo el boxeo.
El wrestling, que en sus formatos más circenses ocupa un lugar destacado como industria del entretenimiento en EEUU, ha conseguido en los últimos años una expansión importante, infiltrándose incluso en feudos de cierta sofisticación teen como MTV. Otra suerte ha tenido fuera de sus fronteras, donde ha costado comprender el sentido de una cosa que no es deporte, ni competición, ni relato ni teatro, aunque tenga un poco de todo ello. Se trata de un arte basado en la expectación, el simulacro y la realización televisiva. Tres habilidades bajo sospecha, dada su capacidad para la mistificación (salvo en los EEUU, donde gozan sin complejos las llamadas arts of deception). El wrestling, además, ha topado con las reservas europeas a la espectacularización de la violencia, y más aún cuando esta tiene como target al público infantil y juvenil. Sin embargo, ahí radica su contradictorio secreto para el éxito: es apto como espectáculo familiar porque se anuncia como una farsa, una lucha coreografíada, fingida, pactada e indolora, y por ser así o como prueba de ello, se escenifica y promociona con una agresividad hiperbólica.
El wrestling quizás es al boxeo lo que la política actual a la de antaño o lo que las guerras de hoy a las pasadas... un duelo hecho espectáculo visual, en el que al espectador se le hace cómplice por el mero hecho de aleccionarle en la mecánica del relato.
El wrestling americano debe en parte su auge al declive del boxeo, al que asfixiaron ficciones y titulares que lo hicieron sinónimo de violencia, sordidez y corrupción.
El wrestling, en cambio, despeja de inmediato suspicacias: no amaña peleas, las guioniza. Y no es violento, tan sólo lo parece. Para distanciarse definitivamente de la iconografía pugilística, el wrestling se promociona a través de una estética infantil y colorista, en la que el público ha dejado de ser la masa oscura y humeante que abrigaba el cuadrilátero de boxeo, para pasar a ser parte integrante del espectáculo, siempre iluminado y advertido de que el próximo primer plano puede ser suyo. Al boxeo, la mala fama le sentó bien, durante un tiempo. Fue la pátina que persiguieron tantos como escenario y metáfora, aunque al final esa leyenda negra, regada de realidad, terminó por expulsarle de lo políticamente correcto, de las panatallas domésticas y la esponsorización fácil.
La épica del boxeo se fundaba en el astro surgido de la nada, y su consiguiente caída al vacío. El wrestling ofrece, en su lugar, una rutina de juego en la que su principal argumento es el del constante retorno, el de los duelos diseñados temporada tras temporada y en los que reapariciones y revanchas son imprescindibles. El boxeador se enfrenta tras cada derrota al vértigo de la desaparición absoluta, el luchador retrocede para tomar carrerilla y renacer tan pronto el guionista se lo indique. Quizás por ello, el mundo del boxeo ha propiciado una iconografía grave y poderosa, donde el wrestling deja un legado que es en su mayoría merchandishing, derramando action-figures, videojuegos y disfraces tan llamativos como los programas de televisión que los dan a conocer y que, por cierto, en EEUU consideran y archivan como Performing Arts.
Pero esta aparente dicotomía está tocando a su fín. Y digo aparente porque el wrestling, la lucha grecoromana intoxicada de circo, el Santo mejicano y tretas de especialista cinematográfico, siempre ha tenido su lado sórdido, sus bajas, corruptelas y hasta su reflejo artístico. Todo, en definitiva, estaba en Night and the City (Dassin, 1950) y si faltaba algo por decir en ella, lo tuvimos en Requiem for a Heavyweight (Nelson, 1962).
Grand guignol
Este espectáculo cuenta con décadas de tradición en EEUU, pero en constante evolución estética, sin un marco reglamentario claro y entre infinitas ligas, siglas y modalidades.
En su extremo más indigesto, las hay con violencia fingida pero en las que brota la sangre a borbotones (se cortan con hojas de afeitar en lugares determinados), las que reniegan de reglamento (NRW, No Rules Wrestling) y hasta las improvisadas en el patio de casa y con las esquinas aderezadas con chinchetas, cristales y alambre de espino (las llamadas Four Corners of Pain, pura demencia suburbial, muy white trash).
Para la gran mayoría, sin embargo, el wrestling se ha impuesto desde la década de los setenta como un inocuo Grand Guignol a todo color, protagonizado por personajes salidos de un comic-book, como Hulk Hogan, eternamente jovenes, morenos e hipermusculados. Su proyección, fuera de su coto televisivo, era por entonces escasa.
La simpatía que despertaba puede reconocerse en los cuadros del artista Pop Peter Blake, que reencuentra en sus figuras ancestros del circo, el santoral y la publicidad.
Pero esa inocencia se perdió en algún punto del camino, entre gritos, aspavientos y odios fingidos que han terminado por definir la profesión.
The Wrestler, que ha insertado definitvamente en este mundo el arquetipo del juguete roto sin lona sobre la que caer, lo hace tras un año, 2007, en el que no han cesado de aparecer artículos denunciando la gran cantidad de luchadores que han muerto jóvenes, víctimas de accidentes, fármacos y el estrés de una vida profesional diseñada por otros.
El optimismo de Blake ya no nos sirve.
Shepard Fairey, una de las superestrellas del diseño gráfico contemporáneo, ha hecho del rostro del luchador André the Giant el leit-motiv de su carrera, un ícono triste y monumental tan sólo comparable a la foto de Korda del Ché, y que cubriendo paredes de medio mundo desde 1986, ha terminado por convertirle en una suerte de mártir posmoderno. Ésta sí es la imagen del lado oscuro de la luna.
Pero la revisión auténticamente crítica de la profesión es aún más reciente. HBO abrió la veda en 2003 (Real Sports with Bryant Gumble), con un reportaje en el que por fín se habló del altísimo índice de muertes no naturales en la profesión. El único luchador en hablar de ello ante las cámaras, el respetadísimo Roddy Piper, pagó con una retirada temporal su atrevimiento.
Particularmente traumática para los aficionados fue la muerte accidental de Owen Heart (1999), acaecida en público y, claro, colgada en Youtube junto a otros muchos mamporros reales. Advertencia: no es agradable ver como alguien se parte las vértebras cervicales. Otra muerte igualmente impactante ha sido la de Chris Benoit (2007), que se suicidó tras acabar con la vida de su mujer e hijo, dando pie a especulaciones de todo tipo sobre el efecto que tiene en el carácter de estos actores tanta sopa de esteroides.
También ha levantado mucho interés, y revuelo, la aparición de un guión en internet, en el que queda patente hasta qué punto la espontaneidad y el imprevisto no forman parte del wrestling. No es que tal guionización fuera un secreto, sino que su difusión por la red coincidió con un creciente interés por dilucidar quiénes y cómo mueven las fichas en este tablero. El guión, de la TNA (Total Nonstop Action Wrestling), fue retirado al poco tiempo como si de un secreto de estado se tratase. Tanto escándalo no conviene a un espectáculo que llena estadios de chavales bajo una premisa: it’s only make-believe. Quizás, conforme afloren las tripas y los costes de la profesión, se desvaneca su razón de ser, pero también la idea bidimensional que teníamos de ella. Y nada, al espíritu creativo y la industria del entretenimiento, inspira más que el dolor verdadero.
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 19 de noviembre de 2008
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=19&bm=11&by=2008&ed=19&em=11&ey=2008
La recientemente galardonada The Wrestler (Darren Aronofsky), ha forzado nuestra atención hacia la trastienda de esta ruidosa actividad que nunca nos hemos tomado muy en serio. Apenas hemos visto unos planos de la cinta, en las crónicas apresuradas sobre el festival de cine de Venecia y su palmarés, y enseguida hemos reconocido la historia, que aunque creemos haber visto mil veces, aún no nos aburre. Tan sólo han cambiado algunas reglas del juego, ya que en este caso en lugar de ser la historia del declive de un boxeador nos hallamos ante el sufrimiento de un luchador, un wrestler enfundado en calzón de supervillano, de esos tan ridículos, que de inmediato invoca el tópico del payaso doliente y las notas de Tracks of My Tears.
A pesar de todo lo que diferencia sus mundos, el wrestling está ocupando sigilosamente el vacío dejado por el boxeo, no sólo porque ambos tengan lugar en un cuadrilátero sino porque éste último está apropiándose de los arquetipos que constituyeron los pilares del imaginario boxeístico. La cuestión, ante este relevo, es si, a cambio de dar visibilidad a sus miserias, el wrestling podrá adquirir aquella dimensión mitológica y cultural que tuvo el boxeo.
El wrestling, que en sus formatos más circenses ocupa un lugar destacado como industria del entretenimiento en EEUU, ha conseguido en los últimos años una expansión importante, infiltrándose incluso en feudos de cierta sofisticación teen como MTV. Otra suerte ha tenido fuera de sus fronteras, donde ha costado comprender el sentido de una cosa que no es deporte, ni competición, ni relato ni teatro, aunque tenga un poco de todo ello. Se trata de un arte basado en la expectación, el simulacro y la realización televisiva. Tres habilidades bajo sospecha, dada su capacidad para la mistificación (salvo en los EEUU, donde gozan sin complejos las llamadas arts of deception). El wrestling, además, ha topado con las reservas europeas a la espectacularización de la violencia, y más aún cuando esta tiene como target al público infantil y juvenil. Sin embargo, ahí radica su contradictorio secreto para el éxito: es apto como espectáculo familiar porque se anuncia como una farsa, una lucha coreografíada, fingida, pactada e indolora, y por ser así o como prueba de ello, se escenifica y promociona con una agresividad hiperbólica.
El wrestling quizás es al boxeo lo que la política actual a la de antaño o lo que las guerras de hoy a las pasadas... un duelo hecho espectáculo visual, en el que al espectador se le hace cómplice por el mero hecho de aleccionarle en la mecánica del relato.
El wrestling americano debe en parte su auge al declive del boxeo, al que asfixiaron ficciones y titulares que lo hicieron sinónimo de violencia, sordidez y corrupción.
El wrestling, en cambio, despeja de inmediato suspicacias: no amaña peleas, las guioniza. Y no es violento, tan sólo lo parece. Para distanciarse definitivamente de la iconografía pugilística, el wrestling se promociona a través de una estética infantil y colorista, en la que el público ha dejado de ser la masa oscura y humeante que abrigaba el cuadrilátero de boxeo, para pasar a ser parte integrante del espectáculo, siempre iluminado y advertido de que el próximo primer plano puede ser suyo. Al boxeo, la mala fama le sentó bien, durante un tiempo. Fue la pátina que persiguieron tantos como escenario y metáfora, aunque al final esa leyenda negra, regada de realidad, terminó por expulsarle de lo políticamente correcto, de las panatallas domésticas y la esponsorización fácil.
La épica del boxeo se fundaba en el astro surgido de la nada, y su consiguiente caída al vacío. El wrestling ofrece, en su lugar, una rutina de juego en la que su principal argumento es el del constante retorno, el de los duelos diseñados temporada tras temporada y en los que reapariciones y revanchas son imprescindibles. El boxeador se enfrenta tras cada derrota al vértigo de la desaparición absoluta, el luchador retrocede para tomar carrerilla y renacer tan pronto el guionista se lo indique. Quizás por ello, el mundo del boxeo ha propiciado una iconografía grave y poderosa, donde el wrestling deja un legado que es en su mayoría merchandishing, derramando action-figures, videojuegos y disfraces tan llamativos como los programas de televisión que los dan a conocer y que, por cierto, en EEUU consideran y archivan como Performing Arts.
Pero esta aparente dicotomía está tocando a su fín. Y digo aparente porque el wrestling, la lucha grecoromana intoxicada de circo, el Santo mejicano y tretas de especialista cinematográfico, siempre ha tenido su lado sórdido, sus bajas, corruptelas y hasta su reflejo artístico. Todo, en definitiva, estaba en Night and the City (Dassin, 1950) y si faltaba algo por decir en ella, lo tuvimos en Requiem for a Heavyweight (Nelson, 1962).
Grand guignol
Este espectáculo cuenta con décadas de tradición en EEUU, pero en constante evolución estética, sin un marco reglamentario claro y entre infinitas ligas, siglas y modalidades.
En su extremo más indigesto, las hay con violencia fingida pero en las que brota la sangre a borbotones (se cortan con hojas de afeitar en lugares determinados), las que reniegan de reglamento (NRW, No Rules Wrestling) y hasta las improvisadas en el patio de casa y con las esquinas aderezadas con chinchetas, cristales y alambre de espino (las llamadas Four Corners of Pain, pura demencia suburbial, muy white trash).
Para la gran mayoría, sin embargo, el wrestling se ha impuesto desde la década de los setenta como un inocuo Grand Guignol a todo color, protagonizado por personajes salidos de un comic-book, como Hulk Hogan, eternamente jovenes, morenos e hipermusculados. Su proyección, fuera de su coto televisivo, era por entonces escasa.
La simpatía que despertaba puede reconocerse en los cuadros del artista Pop Peter Blake, que reencuentra en sus figuras ancestros del circo, el santoral y la publicidad.
Pero esa inocencia se perdió en algún punto del camino, entre gritos, aspavientos y odios fingidos que han terminado por definir la profesión.
The Wrestler, que ha insertado definitvamente en este mundo el arquetipo del juguete roto sin lona sobre la que caer, lo hace tras un año, 2007, en el que no han cesado de aparecer artículos denunciando la gran cantidad de luchadores que han muerto jóvenes, víctimas de accidentes, fármacos y el estrés de una vida profesional diseñada por otros.
El optimismo de Blake ya no nos sirve.
Shepard Fairey, una de las superestrellas del diseño gráfico contemporáneo, ha hecho del rostro del luchador André the Giant el leit-motiv de su carrera, un ícono triste y monumental tan sólo comparable a la foto de Korda del Ché, y que cubriendo paredes de medio mundo desde 1986, ha terminado por convertirle en una suerte de mártir posmoderno. Ésta sí es la imagen del lado oscuro de la luna.
Pero la revisión auténticamente crítica de la profesión es aún más reciente. HBO abrió la veda en 2003 (Real Sports with Bryant Gumble), con un reportaje en el que por fín se habló del altísimo índice de muertes no naturales en la profesión. El único luchador en hablar de ello ante las cámaras, el respetadísimo Roddy Piper, pagó con una retirada temporal su atrevimiento.
Particularmente traumática para los aficionados fue la muerte accidental de Owen Heart (1999), acaecida en público y, claro, colgada en Youtube junto a otros muchos mamporros reales. Advertencia: no es agradable ver como alguien se parte las vértebras cervicales. Otra muerte igualmente impactante ha sido la de Chris Benoit (2007), que se suicidó tras acabar con la vida de su mujer e hijo, dando pie a especulaciones de todo tipo sobre el efecto que tiene en el carácter de estos actores tanta sopa de esteroides.
También ha levantado mucho interés, y revuelo, la aparición de un guión en internet, en el que queda patente hasta qué punto la espontaneidad y el imprevisto no forman parte del wrestling. No es que tal guionización fuera un secreto, sino que su difusión por la red coincidió con un creciente interés por dilucidar quiénes y cómo mueven las fichas en este tablero. El guión, de la TNA (Total Nonstop Action Wrestling), fue retirado al poco tiempo como si de un secreto de estado se tratase. Tanto escándalo no conviene a un espectáculo que llena estadios de chavales bajo una premisa: it’s only make-believe. Quizás, conforme afloren las tripas y los costes de la profesión, se desvaneca su razón de ser, pero también la idea bidimensional que teníamos de ella. Y nada, al espíritu creativo y la industria del entretenimiento, inspira más que el dolor verdadero.
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 19 de noviembre de 2008
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=19&bm=11&by=2008&ed=19&em=11&ey=2008
AEROPUERTO
La ilusión termina aquí
El aeropuerto, que hasta hace poco era antesala de la aventura, se ha convertido hoy en
un espacio marcado por rutinas y protocolos que, en nombre de la seguridad, ponen a prueba nuestro orgullo, sentido común y paciencia. Para arquitectos, agentes del orden y políticos los aeropuertos son el espacio alfa de la responsabilidad, una especie de ciudad-maqueta en la que practicar con figuritas en movimiento a las que hay que recibir, filtrar, conducir y expedir. Son, en cierto modo, lo que los grandes puentes fueron antaño: la obra pública que mejor ilustra el progreso y transforma nuestra vida cotidiana.Vamos, la hazaña arquitectónica con la que promocionar cualquier gestión política.
De hecho, ninguna obra o espacio público posee hoy la capacidad que tiene el aeropuerto para reflejar y definir nuestra relación con la autoridad. Aquí rige la vanguardia del contrato social, pero ensayado a la baja. Éste es un laboratorio en el que medir nuestro nivel de tolerancia. No faltan excusas: se buscan armas, gérmenes o sinpapeles. Y por ello aceptamos que nos palpen, descalcen y fuercen a ritos cuestionables destinados a generar sensación de seguridad. Los aeropuertos son ahora heridas abiertas sobre las que hay aplicar medidas desesperadas, cataplasmas que adoptan las formas más impensables: bolsitas de plástico para llevar a la vista nuestro neceser, esponjas húmedas que debemos pisar para desinfectar nuestro calzado, mascarillas capaces de detener una gripe...Infinidad de medidas, en suma, que usted no hallará en estaciones de tren, autobuses ni en puertos turísticos. Tampoco en estas estaciones se confunden, como en el aeropuerto, uniformes públicos y privados. En este paisaje de logos, marcas y corporaciones aladas se produce una siniestra fusión de la autoridad empresarial y la pública. Una y otra lucen gorras, escudos, charretas y raya en los pantalones. A una y a otra acabamos obedeciendo sin distinción.
Pero más allá del sentido simbólico o psicológico que estas medidas puedan adquirir (siguen mostrándonos cómo ponernos el salvavidas en viajes que no sobrevuelan el mar), el conjunto de estas instrucciones parece aspirar a que desistamos de usar el sentido común en nuestras reclamaciones. La normativa responsable de tantas y sutiles humillaciones no resiste el filtro de la lógica, pero no puede decirse que sea inútil: educa en la docilidad a una masa acostumbrada a confundir sus derechos con su idiosincrasia. Además, éste espacio es sólo una parte del tránsito. Sin el aclimatamiento al que nos somete el aeropuerto, ¿Quién se resignaría al menguante espacio que nos espera en el avión? Es entonces cuando uno se percata de lo apropiado que es el aspecto del aeropuerto: nada en él cultiva las emociones.
Resulta curioso que en una sociedad fascinada por la tematización de espacios y actividades, los aeropuertos rehúyan precisamente esa condición. Bien al contrario, están diseñados para no saber a nada. Ni nos informan escenográficamente del destino al que llegamos ni, lo que es más curioso, enfatizan la idea de que el aeropuerto forma parte del viaje, de la aventura. En su brutal neutralidad, el aeropuerto no miente: la ilusión termina aquí. No es hora de soñar con nuestro destino ni lugar para ciudadanos de piel fina.
Concéntrense en los trámites, desconfíen de la gente y piensen bien qué pasillo deben tomar. Y sobre todo, no discuta ninguna petición ni decisión del agente uniformado. Y, sobre todo, no discuta ninguna petición ni decisión del agente uniformado. (Una funcionaria me retiró una bolsa de compras en un aeropuerto de enlace. Cien euros en tequila que fueron directos, supongo, a su casa. Ante mi estupor, ya que realicé la compra en el aeropuerto precedente, clavó su mirada en mí y espetó Is there any problem, sir? Que traducido quiere decir ¿Desea perder una hora sentado en un despacho?)
A pesar de todo, el aeropuerto se resiste a la banalización. Seguimos considerándolo un lugar especial, para el que incluso solemos cuidar el atuendo. ¿Nostalgia? Ni el avión, ni el aeropuerto ni el mismo hecho de viajar pueden tener hoy el glamour de un tiempo en el que todo ello estaba reservado a unos pocos. Pero la inercia está ahí, a pesar de todo lo que ha cambiado. En sus primeras representaciones, el aeropuerto era mostrado como el lugar desde el que despegaban y aterrizaban los aviones. Así aparece en folletos, ilustraciones escolares y fotografías en las que se da la bienvenida a estrellas y presidentes.
Además de la torre de control, lo que caracterizaba su fisonomía era el mirador desde el que despedir o dar la bienvenida. Ningún gran aeropuerto ofrece hoy esa oportunidad. Es más, la pista parece un lugar proscrito a nuestra mirada. Un aeropuerto es hoy un espacio interior, desde el que no es posible ver claramente cuanto le rodea y cuya estética procura una continuidad con el interior del avión y, por supuesto, con el aeropuerto de destino. Ya sólo falta que, en nombre del ahorro energético, los aviones prescindan de ventanas para que la mímesis sea total.
El viaje aéreo ya no se entiende pues como un placer, sino como un trámite.Y para que éste pase rápido y sin huella, hemos aprendido a viajar en estado de hipnosis, entumecidos, aletargando al quejoso que llevamos dentro. La suspensión empieza antes de que el avión despegue.
El aeropuerto, como modelo de gestión, ha vendido así su efectividad también como I+D en ingeniería social. Basta pensar en la plaza del Fórum, en Barcelona, para darse cuenta de cómo un gran espacio público es diseñado hoy. El aeropuerto ya no es un apéndice de la ciudad, sino su modelo. Sostiene Paul Virilio : Nos dirigimos hacia la ultraciudad, la ciudad que no llegamos a conocer, una ciudad que no genera pertenencia - de centro y periferia -, sino movimiento. De ahí la importancia de las estaciones, que ya no son tan sólo estaciones sino centros urbanos que ocupan grandes superficies con sus containers y aeropuertos. En cierto modo se han convertido en núcleos [hubs] de la globalización.
Es por ello que la imagen del aeropuerto como limbo, espacio de excepción y espera, ya no sirve. El aeropuerto se vende hoy como una réplica agigantada del espacio más común y rutinario: la oficina. Y en esta superoficina, bañada por un WI FI bien promocionado, parece más adecuado abrir el laptop y vestir traje con corbata que ir luciendo una sonrisa vacacional.
No es éste, entonces, un lugar para transformaciones y distensión, sino un teatro de la normalidad en el que primero hay que pasar por taquilla.
Como cada verano, la realidad discutirá muchas de estas ideas: habrán esperas eternas, las camisas floreadas superarán a las corbatas, cundirá la desinformación y algunos ciudadanos cabreados hasta levantarán su voz.
También las catedrales sufren a turistas, historiadores y estudiantes, impermeables por lo general a la fé, sin que el sentido original de su arquitectura quede mermado.
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 26 de agosto de 2009
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=26&bm=08&by=2009&ed=26&em=08&ey=2009
El aeropuerto, que hasta hace poco era antesala de la aventura, se ha convertido hoy en
un espacio marcado por rutinas y protocolos que, en nombre de la seguridad, ponen a prueba nuestro orgullo, sentido común y paciencia. Para arquitectos, agentes del orden y políticos los aeropuertos son el espacio alfa de la responsabilidad, una especie de ciudad-maqueta en la que practicar con figuritas en movimiento a las que hay que recibir, filtrar, conducir y expedir. Son, en cierto modo, lo que los grandes puentes fueron antaño: la obra pública que mejor ilustra el progreso y transforma nuestra vida cotidiana.Vamos, la hazaña arquitectónica con la que promocionar cualquier gestión política.
De hecho, ninguna obra o espacio público posee hoy la capacidad que tiene el aeropuerto para reflejar y definir nuestra relación con la autoridad. Aquí rige la vanguardia del contrato social, pero ensayado a la baja. Éste es un laboratorio en el que medir nuestro nivel de tolerancia. No faltan excusas: se buscan armas, gérmenes o sinpapeles. Y por ello aceptamos que nos palpen, descalcen y fuercen a ritos cuestionables destinados a generar sensación de seguridad. Los aeropuertos son ahora heridas abiertas sobre las que hay aplicar medidas desesperadas, cataplasmas que adoptan las formas más impensables: bolsitas de plástico para llevar a la vista nuestro neceser, esponjas húmedas que debemos pisar para desinfectar nuestro calzado, mascarillas capaces de detener una gripe...Infinidad de medidas, en suma, que usted no hallará en estaciones de tren, autobuses ni en puertos turísticos. Tampoco en estas estaciones se confunden, como en el aeropuerto, uniformes públicos y privados. En este paisaje de logos, marcas y corporaciones aladas se produce una siniestra fusión de la autoridad empresarial y la pública. Una y otra lucen gorras, escudos, charretas y raya en los pantalones. A una y a otra acabamos obedeciendo sin distinción.
Pero más allá del sentido simbólico o psicológico que estas medidas puedan adquirir (siguen mostrándonos cómo ponernos el salvavidas en viajes que no sobrevuelan el mar), el conjunto de estas instrucciones parece aspirar a que desistamos de usar el sentido común en nuestras reclamaciones. La normativa responsable de tantas y sutiles humillaciones no resiste el filtro de la lógica, pero no puede decirse que sea inútil: educa en la docilidad a una masa acostumbrada a confundir sus derechos con su idiosincrasia. Además, éste espacio es sólo una parte del tránsito. Sin el aclimatamiento al que nos somete el aeropuerto, ¿Quién se resignaría al menguante espacio que nos espera en el avión? Es entonces cuando uno se percata de lo apropiado que es el aspecto del aeropuerto: nada en él cultiva las emociones.
Resulta curioso que en una sociedad fascinada por la tematización de espacios y actividades, los aeropuertos rehúyan precisamente esa condición. Bien al contrario, están diseñados para no saber a nada. Ni nos informan escenográficamente del destino al que llegamos ni, lo que es más curioso, enfatizan la idea de que el aeropuerto forma parte del viaje, de la aventura. En su brutal neutralidad, el aeropuerto no miente: la ilusión termina aquí. No es hora de soñar con nuestro destino ni lugar para ciudadanos de piel fina.
Concéntrense en los trámites, desconfíen de la gente y piensen bien qué pasillo deben tomar. Y sobre todo, no discuta ninguna petición ni decisión del agente uniformado. Y, sobre todo, no discuta ninguna petición ni decisión del agente uniformado. (Una funcionaria me retiró una bolsa de compras en un aeropuerto de enlace. Cien euros en tequila que fueron directos, supongo, a su casa. Ante mi estupor, ya que realicé la compra en el aeropuerto precedente, clavó su mirada en mí y espetó Is there any problem, sir? Que traducido quiere decir ¿Desea perder una hora sentado en un despacho?)
A pesar de todo, el aeropuerto se resiste a la banalización. Seguimos considerándolo un lugar especial, para el que incluso solemos cuidar el atuendo. ¿Nostalgia? Ni el avión, ni el aeropuerto ni el mismo hecho de viajar pueden tener hoy el glamour de un tiempo en el que todo ello estaba reservado a unos pocos. Pero la inercia está ahí, a pesar de todo lo que ha cambiado. En sus primeras representaciones, el aeropuerto era mostrado como el lugar desde el que despegaban y aterrizaban los aviones. Así aparece en folletos, ilustraciones escolares y fotografías en las que se da la bienvenida a estrellas y presidentes.
Además de la torre de control, lo que caracterizaba su fisonomía era el mirador desde el que despedir o dar la bienvenida. Ningún gran aeropuerto ofrece hoy esa oportunidad. Es más, la pista parece un lugar proscrito a nuestra mirada. Un aeropuerto es hoy un espacio interior, desde el que no es posible ver claramente cuanto le rodea y cuya estética procura una continuidad con el interior del avión y, por supuesto, con el aeropuerto de destino. Ya sólo falta que, en nombre del ahorro energético, los aviones prescindan de ventanas para que la mímesis sea total.
El viaje aéreo ya no se entiende pues como un placer, sino como un trámite.Y para que éste pase rápido y sin huella, hemos aprendido a viajar en estado de hipnosis, entumecidos, aletargando al quejoso que llevamos dentro. La suspensión empieza antes de que el avión despegue.
El aeropuerto, como modelo de gestión, ha vendido así su efectividad también como I+D en ingeniería social. Basta pensar en la plaza del Fórum, en Barcelona, para darse cuenta de cómo un gran espacio público es diseñado hoy. El aeropuerto ya no es un apéndice de la ciudad, sino su modelo. Sostiene Paul Virilio : Nos dirigimos hacia la ultraciudad, la ciudad que no llegamos a conocer, una ciudad que no genera pertenencia - de centro y periferia -, sino movimiento. De ahí la importancia de las estaciones, que ya no son tan sólo estaciones sino centros urbanos que ocupan grandes superficies con sus containers y aeropuertos. En cierto modo se han convertido en núcleos [hubs] de la globalización.
Es por ello que la imagen del aeropuerto como limbo, espacio de excepción y espera, ya no sirve. El aeropuerto se vende hoy como una réplica agigantada del espacio más común y rutinario: la oficina. Y en esta superoficina, bañada por un WI FI bien promocionado, parece más adecuado abrir el laptop y vestir traje con corbata que ir luciendo una sonrisa vacacional.
No es éste, entonces, un lugar para transformaciones y distensión, sino un teatro de la normalidad en el que primero hay que pasar por taquilla.
Como cada verano, la realidad discutirá muchas de estas ideas: habrán esperas eternas, las camisas floreadas superarán a las corbatas, cundirá la desinformación y algunos ciudadanos cabreados hasta levantarán su voz.
También las catedrales sufren a turistas, historiadores y estudiantes, impermeables por lo general a la fé, sin que el sentido original de su arquitectura quede mermado.
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 26 de agosto de 2009
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=26&bm=08&by=2009&ed=26&em=08&ey=2009
MENOS, POR FAVOR
Manifiestos por el aburrimiento y la descongestión
Nuestro tiempo, bautizado como una era del vacío, se ha caracterizado precisamente por la saturación de información y, en especial, por la intrascendente, subjetiva, promocional, innecesaria y narcisista. La profusión de gadgets que han protagonizado la revolución comunicativa han hecho deberes de distracciones y cultura del entretenimiento.
Rasgos reconocidos de la posmodernidad fueron precisamente la aceleración y compresión de todo discurso, en especial el audiovisual, una abusiva referencialidad y un gusto neobarroco por la ininteligibilidad. Podríamos decir que la era del vacío ha sido en realidad la del horror vacui. Fueron los tiempos de Quentin Tarantino, David Carson, o los gemelos Doug y Mike Starn, por citar un cineasta, un diseñador gráfico y unos fotógrafos de influencia incontestable y cuyo trabajo se basaba en una gran complicidad con el espectador, al que exigían perderse en la superficie y desfacer entuertos intencionados. Su lógico relevo, o alivio, debería pasar por una descompresión, un neominimalismo que no proponga un orden estético tanto como una disolución de la experiencia estética, necesitada de páramos despejados y gozos dilatados, reposados y duraderos.
Característico de esta tendencia, sería todo lo que rechace la codificación, la densidad y la recursividad. Se busca un paréntesis donde han habido tantas exclamaciones, frases en cursiva y notas a pie de página. Aún más, se desprestigiarían los términos, técnicas y vaselinas que hacen atractivo lo atractivo: lo obvio, armonioso, narrativo, melódico, simpático, espectacular, sorprendente, original, con mensaje, conciso y concienciado. En la cúspide de todos los malos influjos, el surrealismo. Como recordaba Glen O’Connor en su defensa del subrealismo, todo lo sembrado por los surrealistas es ahora la norma publicitaria. Como lo dijo en 1978, no pudo señalar el mismo despilfarro de la herencia surrealista en artistas sobrevalorados como como Spencer Tunick , que han hecho de la cantidad, la promoción y el no-se-había-hecho-antes su principal argumento. Contra la espectacularización de absolutamente todo, la ley del asombro, los programas de zapping, tus nuevos amigos del Facebook y el spam cultural, alguna defensa deberemos crear.
El aburrimiento, en este contexto, supone dejar de reaccionar constante, exclusiva e inconscientemente al mundo externo y, por tanto, ensayar otra atención, de permeabilidad más selectiva, que suponga además una oportunidad a la exploración del mundo interno. El aburrimiento, precisamente, ha sido defendido como una manera de resistir la distracción constante y mantener el control sobre la propia existencia (Krakauer), así como una condición para la creación de lo realmente nuevo (Ben Highmore). Sin embargo, pocas cosas gozan de peor reputación que el aburrimiento en un mundo-mercado que combate cualquier tiempo inactivo con todo tipo de productos. Motorola acuñó el término microboredom (microaburrimiento) para referirse a los espacios de tiempo, cada vez menores, sin una actividad definida. Los móviles son la pesadilla de esos microespacios para el devaneo. Motorola ideó contra ellos los mobisodes, episodios de dos minutos de series como Lost o Prision Break, aunque los juegos y distracciones ideados para matar el tiempo son en este medio infinitos.
Para Brenda Laurel, ahí radican los principales peligros de las nuevas tecnologías, no en lo que aportan, sino en lo que erradican: En cuanto a los ordenadores, móviles y omnipresentes, no me preocupan tanto por sus efectos sobre nuestra intimidad como por su capacidad acomodaticia en la experiencia cotidiana. No me preocupa tanto el control que ejercen en nuestras vidas, como que desaparezcan las ocasiones para los encuentros azarosos y de provecho inesperado (serendipity). No me preocupa tanto la confianza que depositamos en ellos como el que podamos encontrar fuera de ellos momentos y espacios tranquilos, adecuados para reflexionar.
Sin abandonar el mundo del consumo cultural, sin apagar siquiera el ordenador, aparecen síntomas de cómo valoramos crecientemente las evocaciones a la nada.
La necesidad de instaurar este tiempo para lo vacío (y eso incluye lo banal) podría explicar, por ejemplo, el éxito de las selecciones de postales aburridas que ha publicado Martin Parr (a la edición original de Boring Postcards añadió otra de postales alemanas y una más de estadounidenses), el interés y aprecio por la baja definición (como en las fotografías de Miroslav Tichy, pobres en detalle debido a que están hechas con cámaras de fabricación manual) así como por esa exploración del hiato que suponen, por ejemplo, las últimas películas de Albert Serra. Y no lo digo porque el suyo sea un cine lento, como agradecemos que nos adviertan vulgarmente, sino porque en sus dos últimas producciones ha desarrolllado episodios apócrifos de mitos de la talla del Quijote o los mismísimos Reyes Magos.
Serra no inventa estampas que compitan con las que ya están ancladas en nuestro imaginario, sino que recrea los episodios anodinos, rutinarios o intrascendentes que por fuerza deben haber entre las viñetas esenciales de todo relato. Tanto Honor de cavallería como El Cant dels ocells, retoman de las road movies, o de Cavafis si lo prefieren, la idea de que la meta es el camino, que en la rutina está la gesta y que hay que atravesar desiertos para darse cuenta de ello.
Que del aburrimiento surgen renovadas fuerzas y rutas creativas es cosa sabida.
De hecho, la ociosidad y el aburrimiento son parte de la decadencia consustancial a la modernidad, en el paso del XIX al XX como del XX al XXI.
Eugene Weber, en Francia, Fin de siglo, escribe: ‘...el aburrimiento es el leitmotiv de una epoca en la que el ocio se multiplicó sin que aparecieran nuevas maneras de ocuparlo’. Cosa bien distinta es el panorama actual, en el que el aburrimiento, o mejor dicho, lo que Richard Louv llama a constructevly bored mind, se ha convertido en todo un objetivo. El prestigio del buen aburrido se cimenta hoy en su condición de resistente, de ciudadano a contracorriente del paisaje mediático. Es la penúltima declinación del cool. Son las chicas de Ghost World, el novio de Juno y, por supuesto, el nota Lebowsky.
El cine reciente está lleno de apatías y vacíos mostrados como signos de nuestro tiempo, desde Lost in Traslation, pasando por Millenium Mambo o la reciente trilogía trágica de Gus Van Sant. No me olvido, en otra pantalla y coordenadas, del célebre ¿Te gusta conducir? de BMW.
Hallar en la ataraxia una expresión de existencialismo interesante es herencia directa de las road movies seminales (Two-lane Blacktop, Vanishing Point) y estas están muy presentes en la obra de Wenders, Jarmusch y otros popes de nuestra modernidad, capaces de contagiar el gesto del que vence al tiempo, lo exprime, en aparente indolencia. El tiempo ya no se mata, se deleita en slow-motion.
En ningún medio es esto tan claro como en la fotografía contemporánea, en la que abundan tiempos suspendidos (Jeff Wall), paisajes desiertos (Sonja Braas) y rostros inexpresivos (René Dijkstra), estudiadamente inexpresivos.
Eugene Weber, en el libro antes citado, nos recordaba que a mediados del XIX, no habiendo espejos en la mayoría de las casas, cabía imaginar una sociedad de gestualidad facial muy parca. (¿Significa eso que eran menos coquetas las adolescentes, menos intimidatorios los policias o menos brabucones los malhechores?)
Estar aburrido, implica hoy gestos estudiados, perfectamente codificados, aprendidos y ensayados en las pantallas. Eso sí, ya no serán, quizás, señales demandando un rescate sino todo lo contrario: un tiempo a salvo del mundo y de cuanto interesante tiene que ofrecernos.
Publicado en el suplemento "Culturas" de La Vanguardia el 4 de febrero de 2009.
http://hemeroteca.lavanguardia.es/edition.html?edition=Sup.%20Cultura&bd=04&bm=02&by=2009&ed=04&em=02&ey=2009
EL CONTAGIO
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Una manera de recorrer el siglo XX, en busca de rasgos que nos definan, es considerar el papel que el cine ha tenido en él. Si en sus primeros años, éste era considerado una vía de escape, una distracción que aliviase los rigores de las grandes urbes, conforme éste pasó de ser un medio nuevo a formar un nuevo lenguaje, ganó respetabilidad, y llegó a ser la manifestación artística por excelencia desde la que interpretar la realidad, o cuando menos, el zeitgeist que la sustenta, del mismo modo en que la literatura o la pintura habían servido antes. En el tránsito al XXI, ya era habitual leer consideraciones sobre cómo la realidad había sido secuestrada por su representación, es decir, por las imágenes y relatos que de ella daban las pantallas.
Hoy, no sólo damos por hecho que el bosque mediático condiciona toda concepción de la realidad, sino que sabemos de técnicas y herramientas que permiten simularla y hasta fabricarla. Películas como The Matrix serán en el futuro leídas como síntoma de nuestro tiempo, y del lugar simbólico que la angustia por una realidad bajo sospecha ocupa en nuestro imaginario. Para ser honestos, y a diferencia de lo que le ocurre a Neo, protagonista de The Matrix, creo que vivimos despreocupadamente el hecho de que realidad y ficción puedan confundirse. Vamos, ni tan siquiera nos importa si existe tal conflicto. De hecho, la Ciencia Ficción tiende a representar como amenazantes situaciones hacia las que nos precipitamos con una sonrisa, y las experiencias virtuales no son una excepción. A fin de cuentas, según estudios científicos, los sueños y los recuerdos resultan indistinguibles en nuestra memoria, se agolpan en el mismo lugar y al activarse generan el mismo tipo de señal, si se me permite la simplificación.
Teniendo en cuenta el coste y los riesgos, ¿acaso no están sobrevaloradas las vivencias sobre lo imaginado?
Repito, es falso que el recuerdo de una experiencia real sea más intenso que el de una situación imaginada. Seguramente, además, unas están contaminadas de las otras y viceversa. Lo normal sería extenderse ahora sobre Lost Highway, pero en realidad me asaltan imágenes de The Singing Detective, una exploración mucho más ajustada al modo en que lo real y lo fantástico están trenzándose hoy en la mente de tantos.
El cine, como las pinturas panorámicas hicieron un siglo antes, ofreció al habitante de las grandes urbes un poco de todo a lo que había renunciado: viajes a tierras exóticas, aventuras, incursiones al futuro, burlas de las leyes físicas, relatos heroícos, bucólicos e históricos, llenos de accidentes, muertes y resurecciones.
La pantalla puede entenderse como una evasión al laberinto y la rutina urbana, pero también como un cordón umbilical hacia todo lo que potencialmente la realidad podía dar de sí, un ‘esta podría haber sido su vida’ con el que saborear lo que quedó por conocer y conquistar. El cine, que en sus primeros años parecía abierto a tantos usos, quedó pronto confinado a esta labor primordial. Toda forma de cultura popular tiene en cierto modo esta misma misión, la de completar con ilusiones los vacíos del ocioso, pero el cine siempre ha demostrado una capacidad imbatible para embargarnos y envolvernos en circunstancias tan fugaces como intensas.
Nuestra arquitectura emocional, está cimentada hoy en ficciones, en secuencias, jingles, series de televisión y héroes del rock and roll. Vamos, un ADN tejido de canciones, primeros planos y frases cinematográficas. Heidegger estaría de acuerdo, creo.
Habrá quien piense ahora en Purple Rose of El Cairo.Yo pienso en Moulin Rouge, en cómo ese derecho a llamar realidad a la suma de tus emociones más personales, puede devenir en un espejismo de lugares comunes. Porque, no nos engañemos, con mil canciones tienes una FM y con mil DVDs, un cine de repertorio para toda la vida.
Esa era, para mí, la amenazante lección de Moulin Rouge: cuanto más personal era el mensaje que sus protagonistas deseaban transmitir, más popular, y por tanto impersonal, era la canción que les venía a los labios. En los musicales Hollywoodienses que tanto odiábamos, esos en los que alguien se ponía a cantar sin previo aviso, al menos se escribían canciones nuevas. Ahora ya no hace falta, porque en muchos casos las canciones, o las citas de cualquier otro tipo, no son sino memes, o nuevos sintagmas que configuran una especie de nuevo slang: se dice algo a la vez que se define a un colectivo. En este caso, el colectivo somos todos los habitantes del media landscape. ¿Queda alguien fuera de él?
Dice Stanley Cavell que el cine es la primera disciplina artística que no nace vinculada a la religión. Sin embargo, conviene recordar que éste tuvo lugar en salas oscuras en las que una pequeña multitud dirijía su atención hacia un sólo punto de luz. No resulta extraño que, antes de que cuajase el lenguaje cinematográfico, ya estuviesen conformados los arquetipos de diva y astro cinematográfico. El cine, antes que contar, producía dioses a los que ni tan siquiera era posible escuchar.
Pero no ha sido desde la fascinación, el culto, ni la reverencia del admirador, como el cine ha conquistado al mundo, o la ficción pringado a la realidad. Han hecho falta algunas generaciones de autores y espectadores, para que el cine pasase de ser un altar deslumbrante a un ámbito habitable, un refugio intangible compuesto de lugares comunes y pasajes favoritos. Seguramente, ningún medio contiene tantas referencias a su propia historia como el cine. Aunque este refugio del que hablo no lo construyen tanto las citas ni juegos especulares, como la construcción simbólica de un mundo hecho de expresiones, gestos y situaciones recurrentes, nacidos en la pantalla y nunca de la observación del mundo real.
No es tan importante el hecho de que Dean se obsesionase con emular a Brando, como el de que Dean culminase la gestualidad de una nueva melancolía, ensayada antes por Brando, Johhnie Ray y Sinatra, entre otros. Una melancolía de escenario. La tristeza sin causa de Dean no reflejaba una realidad de la cultura teen que le rodeaba, bien al contrario, él se la contagió a toda una generación. Y más allá.
La última vez que me reí de esa pose, Scarlett Johansson lucía bragas rosas y miraba Tokio desde el ventanal de su habitación, perfectamente consciente de que participaba de un plano robado del anime Ghost in the Shell y de que Sofía Coppola le había dado el papel por lo bien que había interpetado la apatía característica de los personajes de Clowes, en la adaptación al cine de su cómic Ghost World. Demasiados fantasmas, ¿no?
No es posible calcular cuántos gestos debemos a las pantallas, o si se los debemos casi todos. Eugene Weber, en un estudio dedicado al París del siglo XIX, asegura que en un mundo sin espejos, como lo era aquel salvo para las clases pudientes, la expresividad facial desconocía los matices que hoy asociamos a la picardía, la complicidad o la sospecha, pues requieren ensayo y correspondencia. Tampoco es posible calcular cuántos gestos debemos al espejo, pero lo seguro es que el siglo XX arrancó con muchas y variadas escuelas de aprendizaje, y al alcance de casi todos: la fotografía, el comic, la caricatura y los parques de atracciones, por citar algunos. Ninguno de ellos, no obstante, puede igualar el influjo de un primer plano cinematográfico. Y ningún caricaturista, ni Daumier, Grandville o Kley, pueden soñar con la revolución gestual desatada por Chaplin. Es más, ilustradores, publicistas y caricatos de siguientes generaciones, como Norman Rockwell, bebieron del cine para renovar y reforzar la expresividad de sus personajes.
El cine no sólo ejerció de ingeniero social, sino que potenció y modeló nuestra expresión corporal. Unos pocos ejemplos, no necesariamente positivos ni constructivos: ¿Quién manda a las mujeres levantar un pie al besar al marido?, ¿A quién se le ocurrió que silbar puede ayudarnos a pasar desapercibidos?, ¿Es posible salir de un coche, sin pensar que alguien se fija en nuestra pierna asomando?, ¿Eyaculaban los hombres en los rostros de las mujeres antes de que el cine pornográfico lo institucionalizase como su money shot favorito? ¿Pensaba en voz alta el hombre del medioevo?
En fín, los ejemplos son infinitos. El contagio evidente.
John Berger, en su célebre serie de televisión Ways of Seeing, hacía referencia al impacto que en la identidad de las mujeres causa el hecho de saberse observadas constantemente. Tres décadas después, ¿No compartimos todos esa sensación?
¿No estamos todos en el centro de una fantasía solipsista, potenciada por la música de nuestro MP3 y la certeza de que una buena parte de nuestra vida, efectivamente, está siendo registrada por un tipo u otro de cámara?
Si el mundo es ya un plató, ¿Para qué necesitamos exactamente al cine?
Quizás necesitamos las salas de exhibición como un punto de encuentro, los blockbusters para comprobar el state of the art de las herramientas digitales y las salas alternativas para que nuestro mundo respire un poco de los otros.
Salvemos, pues, los cines. ¿Qué ha muerto entonces del arte cinematográfico?
La muerte del cine ha sido muchas veces anunciada y, en un sólo libro, Paolo Cherchi Ussai ha sido capaz de formular decenas de reflexiones sobre el fín de éste, porque, argumenta, el cine ha sido siempre consciente de su finitud y fragilidad, como lo ha sido para comprender que sólo él contiene fantasmas, ilusiones de unas vidas desaparecidas hace décadas. La muerte ha sido pues, el lógico leit motiv del séptimo arte.
Para ver ilustrados todos los tópicos que relacionan al cine y el vampirismo, véase Shadow of the Vampire.
Cuando Gilles Lipovetsky se refiere, en su libro L’Ecran Global, a un mundo en el que las pantallas constituyen ya el soporte básico de todo conocimiento y comunicación, constata ante todo que el cine, la ficción de 90 minutos, ha perdido la hegemonía de un soporte en el que ha reinado por un siglo, y que a la vez ha perdido el poder de sembrar mitos, cosechar hábitos y contagiar modas. Pero, eso sí, no cede su trono sin haberlo inundado casi todo. Sus modelos de relato, sus arquetipos, estilemas visuales y recursos narrativos, están hoy presentes en las retransmisiones deportivas, los videojuegos, los debates políticos, la publicidad, los museos, la imaginación de los terroristas y la propaganda de quienes les combaten.
Se habla del nuestro como un mundo cinemático, y no creo que sea para referirse a un mundo hipermoderno, sino para recordar a las futuras generaciones que el mundo de sus padres y abuelos, ese que transformarán desde un teclado, se forjó con mitos y maneras surgidas de una silverscreen, una pantalla de plata que tan sólo brillaba en la oscuridad.
Publicado para el catálogo de la exposición "Efecte Cinema" en Can Filipa en abril de 2009
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Una manera de recorrer el siglo XX, en busca de rasgos que nos definan, es considerar el papel que el cine ha tenido en él. Si en sus primeros años, éste era considerado una vía de escape, una distracción que aliviase los rigores de las grandes urbes, conforme éste pasó de ser un medio nuevo a formar un nuevo lenguaje, ganó respetabilidad, y llegó a ser la manifestación artística por excelencia desde la que interpretar la realidad, o cuando menos, el zeitgeist que la sustenta, del mismo modo en que la literatura o la pintura habían servido antes. En el tránsito al XXI, ya era habitual leer consideraciones sobre cómo la realidad había sido secuestrada por su representación, es decir, por las imágenes y relatos que de ella daban las pantallas.
Hoy, no sólo damos por hecho que el bosque mediático condiciona toda concepción de la realidad, sino que sabemos de técnicas y herramientas que permiten simularla y hasta fabricarla. Películas como The Matrix serán en el futuro leídas como síntoma de nuestro tiempo, y del lugar simbólico que la angustia por una realidad bajo sospecha ocupa en nuestro imaginario. Para ser honestos, y a diferencia de lo que le ocurre a Neo, protagonista de The Matrix, creo que vivimos despreocupadamente el hecho de que realidad y ficción puedan confundirse. Vamos, ni tan siquiera nos importa si existe tal conflicto. De hecho, la Ciencia Ficción tiende a representar como amenazantes situaciones hacia las que nos precipitamos con una sonrisa, y las experiencias virtuales no son una excepción. A fin de cuentas, según estudios científicos, los sueños y los recuerdos resultan indistinguibles en nuestra memoria, se agolpan en el mismo lugar y al activarse generan el mismo tipo de señal, si se me permite la simplificación.
Teniendo en cuenta el coste y los riesgos, ¿acaso no están sobrevaloradas las vivencias sobre lo imaginado?
Repito, es falso que el recuerdo de una experiencia real sea más intenso que el de una situación imaginada. Seguramente, además, unas están contaminadas de las otras y viceversa. Lo normal sería extenderse ahora sobre Lost Highway, pero en realidad me asaltan imágenes de The Singing Detective, una exploración mucho más ajustada al modo en que lo real y lo fantástico están trenzándose hoy en la mente de tantos.
El cine, como las pinturas panorámicas hicieron un siglo antes, ofreció al habitante de las grandes urbes un poco de todo a lo que había renunciado: viajes a tierras exóticas, aventuras, incursiones al futuro, burlas de las leyes físicas, relatos heroícos, bucólicos e históricos, llenos de accidentes, muertes y resurecciones.
La pantalla puede entenderse como una evasión al laberinto y la rutina urbana, pero también como un cordón umbilical hacia todo lo que potencialmente la realidad podía dar de sí, un ‘esta podría haber sido su vida’ con el que saborear lo que quedó por conocer y conquistar. El cine, que en sus primeros años parecía abierto a tantos usos, quedó pronto confinado a esta labor primordial. Toda forma de cultura popular tiene en cierto modo esta misma misión, la de completar con ilusiones los vacíos del ocioso, pero el cine siempre ha demostrado una capacidad imbatible para embargarnos y envolvernos en circunstancias tan fugaces como intensas.
Nuestra arquitectura emocional, está cimentada hoy en ficciones, en secuencias, jingles, series de televisión y héroes del rock and roll. Vamos, un ADN tejido de canciones, primeros planos y frases cinematográficas. Heidegger estaría de acuerdo, creo.
Habrá quien piense ahora en Purple Rose of El Cairo.Yo pienso en Moulin Rouge, en cómo ese derecho a llamar realidad a la suma de tus emociones más personales, puede devenir en un espejismo de lugares comunes. Porque, no nos engañemos, con mil canciones tienes una FM y con mil DVDs, un cine de repertorio para toda la vida.
Esa era, para mí, la amenazante lección de Moulin Rouge: cuanto más personal era el mensaje que sus protagonistas deseaban transmitir, más popular, y por tanto impersonal, era la canción que les venía a los labios. En los musicales Hollywoodienses que tanto odiábamos, esos en los que alguien se ponía a cantar sin previo aviso, al menos se escribían canciones nuevas. Ahora ya no hace falta, porque en muchos casos las canciones, o las citas de cualquier otro tipo, no son sino memes, o nuevos sintagmas que configuran una especie de nuevo slang: se dice algo a la vez que se define a un colectivo. En este caso, el colectivo somos todos los habitantes del media landscape. ¿Queda alguien fuera de él?
Dice Stanley Cavell que el cine es la primera disciplina artística que no nace vinculada a la religión. Sin embargo, conviene recordar que éste tuvo lugar en salas oscuras en las que una pequeña multitud dirijía su atención hacia un sólo punto de luz. No resulta extraño que, antes de que cuajase el lenguaje cinematográfico, ya estuviesen conformados los arquetipos de diva y astro cinematográfico. El cine, antes que contar, producía dioses a los que ni tan siquiera era posible escuchar.
Pero no ha sido desde la fascinación, el culto, ni la reverencia del admirador, como el cine ha conquistado al mundo, o la ficción pringado a la realidad. Han hecho falta algunas generaciones de autores y espectadores, para que el cine pasase de ser un altar deslumbrante a un ámbito habitable, un refugio intangible compuesto de lugares comunes y pasajes favoritos. Seguramente, ningún medio contiene tantas referencias a su propia historia como el cine. Aunque este refugio del que hablo no lo construyen tanto las citas ni juegos especulares, como la construcción simbólica de un mundo hecho de expresiones, gestos y situaciones recurrentes, nacidos en la pantalla y nunca de la observación del mundo real.
No es tan importante el hecho de que Dean se obsesionase con emular a Brando, como el de que Dean culminase la gestualidad de una nueva melancolía, ensayada antes por Brando, Johhnie Ray y Sinatra, entre otros. Una melancolía de escenario. La tristeza sin causa de Dean no reflejaba una realidad de la cultura teen que le rodeaba, bien al contrario, él se la contagió a toda una generación. Y más allá.
La última vez que me reí de esa pose, Scarlett Johansson lucía bragas rosas y miraba Tokio desde el ventanal de su habitación, perfectamente consciente de que participaba de un plano robado del anime Ghost in the Shell y de que Sofía Coppola le había dado el papel por lo bien que había interpetado la apatía característica de los personajes de Clowes, en la adaptación al cine de su cómic Ghost World. Demasiados fantasmas, ¿no?
No es posible calcular cuántos gestos debemos a las pantallas, o si se los debemos casi todos. Eugene Weber, en un estudio dedicado al París del siglo XIX, asegura que en un mundo sin espejos, como lo era aquel salvo para las clases pudientes, la expresividad facial desconocía los matices que hoy asociamos a la picardía, la complicidad o la sospecha, pues requieren ensayo y correspondencia. Tampoco es posible calcular cuántos gestos debemos al espejo, pero lo seguro es que el siglo XX arrancó con muchas y variadas escuelas de aprendizaje, y al alcance de casi todos: la fotografía, el comic, la caricatura y los parques de atracciones, por citar algunos. Ninguno de ellos, no obstante, puede igualar el influjo de un primer plano cinematográfico. Y ningún caricaturista, ni Daumier, Grandville o Kley, pueden soñar con la revolución gestual desatada por Chaplin. Es más, ilustradores, publicistas y caricatos de siguientes generaciones, como Norman Rockwell, bebieron del cine para renovar y reforzar la expresividad de sus personajes.
El cine no sólo ejerció de ingeniero social, sino que potenció y modeló nuestra expresión corporal. Unos pocos ejemplos, no necesariamente positivos ni constructivos: ¿Quién manda a las mujeres levantar un pie al besar al marido?, ¿A quién se le ocurrió que silbar puede ayudarnos a pasar desapercibidos?, ¿Es posible salir de un coche, sin pensar que alguien se fija en nuestra pierna asomando?, ¿Eyaculaban los hombres en los rostros de las mujeres antes de que el cine pornográfico lo institucionalizase como su money shot favorito? ¿Pensaba en voz alta el hombre del medioevo?
En fín, los ejemplos son infinitos. El contagio evidente.
John Berger, en su célebre serie de televisión Ways of Seeing, hacía referencia al impacto que en la identidad de las mujeres causa el hecho de saberse observadas constantemente. Tres décadas después, ¿No compartimos todos esa sensación?
¿No estamos todos en el centro de una fantasía solipsista, potenciada por la música de nuestro MP3 y la certeza de que una buena parte de nuestra vida, efectivamente, está siendo registrada por un tipo u otro de cámara?
Si el mundo es ya un plató, ¿Para qué necesitamos exactamente al cine?
Quizás necesitamos las salas de exhibición como un punto de encuentro, los blockbusters para comprobar el state of the art de las herramientas digitales y las salas alternativas para que nuestro mundo respire un poco de los otros.
Salvemos, pues, los cines. ¿Qué ha muerto entonces del arte cinematográfico?
La muerte del cine ha sido muchas veces anunciada y, en un sólo libro, Paolo Cherchi Ussai ha sido capaz de formular decenas de reflexiones sobre el fín de éste, porque, argumenta, el cine ha sido siempre consciente de su finitud y fragilidad, como lo ha sido para comprender que sólo él contiene fantasmas, ilusiones de unas vidas desaparecidas hace décadas. La muerte ha sido pues, el lógico leit motiv del séptimo arte.
Para ver ilustrados todos los tópicos que relacionan al cine y el vampirismo, véase Shadow of the Vampire.
Cuando Gilles Lipovetsky se refiere, en su libro L’Ecran Global, a un mundo en el que las pantallas constituyen ya el soporte básico de todo conocimiento y comunicación, constata ante todo que el cine, la ficción de 90 minutos, ha perdido la hegemonía de un soporte en el que ha reinado por un siglo, y que a la vez ha perdido el poder de sembrar mitos, cosechar hábitos y contagiar modas. Pero, eso sí, no cede su trono sin haberlo inundado casi todo. Sus modelos de relato, sus arquetipos, estilemas visuales y recursos narrativos, están hoy presentes en las retransmisiones deportivas, los videojuegos, los debates políticos, la publicidad, los museos, la imaginación de los terroristas y la propaganda de quienes les combaten.
Se habla del nuestro como un mundo cinemático, y no creo que sea para referirse a un mundo hipermoderno, sino para recordar a las futuras generaciones que el mundo de sus padres y abuelos, ese que transformarán desde un teclado, se forjó con mitos y maneras surgidas de una silverscreen, una pantalla de plata que tan sólo brillaba en la oscuridad.
Publicado para el catálogo de la exposición "Efecte Cinema" en Can Filipa en abril de 2009
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