9.11.09

EL CONTAGIO

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Una manera de recorrer el siglo XX, en busca de rasgos que nos definan, es considerar el papel que el cine ha tenido en él. Si en sus primeros años, éste era considerado una vía de escape, una distracción que aliviase los rigores de las grandes urbes, conforme éste pasó de ser un medio nuevo a formar un nuevo lenguaje, ganó respetabilidad, y llegó a ser la manifestación artística por excelencia desde la que interpretar la realidad, o cuando menos, el zeitgeist que la sustenta, del mismo modo en que la literatura o la pintura habían servido antes. En el tránsito al XXI, ya era habitual leer consideraciones sobre cómo la realidad había sido secuestrada por su representación, es decir, por las imágenes y relatos que de ella daban las pantallas.

Hoy, no sólo damos por hecho que el bosque mediático condiciona toda concepción de la realidad, sino que sabemos de técnicas y herramientas que permiten simularla y hasta fabricarla. Películas como The Matrix serán en el futuro leídas como síntoma de nuestro tiempo, y del lugar simbólico que la angustia por una realidad bajo sospecha ocupa en nuestro imaginario. Para ser honestos, y a diferencia de lo que le ocurre a Neo, protagonista de The Matrix, creo que vivimos despreocupadamente el hecho de que realidad y ficción puedan confundirse. Vamos, ni tan siquiera nos importa si existe tal conflicto. De hecho, la Ciencia Ficción tiende a representar como amenazantes situaciones hacia las que nos precipitamos con una sonrisa, y las experiencias virtuales no son una excepción. A fin de cuentas, según estudios científicos, los sueños y los recuerdos resultan indistinguibles en nuestra memoria, se agolpan en el mismo lugar y al activarse generan el mismo tipo de señal, si se me permite la simplificación.

Teniendo en cuenta el coste y los riesgos, ¿acaso no están sobrevaloradas las vivencias sobre lo imaginado?

Repito, es falso que el recuerdo de una experiencia real sea más intenso que el de una situación imaginada. Seguramente, además, unas están contaminadas de las otras y viceversa. Lo normal sería extenderse ahora sobre Lost Highway, pero en realidad me asaltan imágenes de The Singing Detective, una exploración mucho más ajustada al modo en que lo real y lo fantástico están trenzándose hoy en la mente de tantos.

El cine, como las pinturas panorámicas hicieron un siglo antes, ofreció al habitante de las grandes urbes un poco de todo a lo que había renunciado: viajes a tierras exóticas, aventuras, incursiones al futuro, burlas de las leyes físicas, relatos heroícos, bucólicos e históricos, llenos de accidentes, muertes y resurecciones.

La pantalla puede entenderse como una evasión al laberinto y la rutina urbana, pero también como un cordón umbilical hacia todo lo que potencialmente la realidad podía dar de sí, un ‘esta podría haber sido su vida’ con el que saborear lo que quedó por conocer y conquistar. El cine, que en sus primeros años parecía abierto a tantos usos, quedó pronto confinado a esta labor primordial. Toda forma de cultura popular tiene en cierto modo esta misma misión, la de completar con ilusiones los vacíos del ocioso, pero el cine siempre ha demostrado una capacidad imbatible para embargarnos y envolvernos en circunstancias tan fugaces como intensas.

Nuestra arquitectura emocional, está cimentada hoy en ficciones, en secuencias, jingles, series de televisión y héroes del rock and roll. Vamos, un ADN tejido de canciones, primeros planos y frases cinematográficas. Heidegger estaría de acuerdo, creo.

Habrá quien piense ahora en Purple Rose of El Cairo.Yo pienso en Moulin Rouge, en cómo ese derecho a llamar realidad a la suma de tus emociones más personales, puede devenir en un espejismo de lugares comunes. Porque, no nos engañemos, con mil canciones tienes una FM y con mil DVDs, un cine de repertorio para toda la vida.
Esa era, para mí, la amenazante lección de Moulin Rouge: cuanto más personal era el mensaje que sus protagonistas deseaban transmitir, más popular, y por tanto impersonal, era la canción que les venía a los labios. En los musicales Hollywoodienses que tanto odiábamos, esos en los que alguien se ponía a cantar sin previo aviso, al menos se escribían canciones nuevas. Ahora ya no hace falta, porque en muchos casos las canciones, o las citas de cualquier otro tipo, no son sino memes, o nuevos sintagmas que configuran una especie de nuevo slang: se dice algo a la vez que se define a un colectivo. En este caso, el colectivo somos todos los habitantes del media landscape. ¿Queda alguien fuera de él?

Dice Stanley Cavell que el cine es la primera disciplina artística que no nace vinculada a la religión. Sin embargo, conviene recordar que éste tuvo lugar en salas oscuras en las que una pequeña multitud dirijía su atención hacia un sólo punto de luz. No resulta extraño que, antes de que cuajase el lenguaje cinematográfico, ya estuviesen conformados los arquetipos de diva y astro cinematográfico. El cine, antes que contar, producía dioses a los que ni tan siquiera era posible escuchar.

Pero no ha sido desde la fascinación, el culto, ni la reverencia del admirador, como el cine ha conquistado al mundo, o la ficción pringado a la realidad. Han hecho falta algunas generaciones de autores y espectadores, para que el cine pasase de ser un altar deslumbrante a un ámbito habitable, un refugio intangible compuesto de lugares comunes y pasajes favoritos. Seguramente, ningún medio contiene tantas referencias a su propia historia como el cine. Aunque este refugio del que hablo no lo construyen tanto las citas ni juegos especulares, como la construcción simbólica de un mundo hecho de expresiones, gestos y situaciones recurrentes, nacidos en la pantalla y nunca de la observación del mundo real.

No es tan importante el hecho de que Dean se obsesionase con emular a Brando, como el de que Dean culminase la gestualidad de una nueva melancolía, ensayada antes por Brando, Johhnie Ray y Sinatra, entre otros. Una melancolía de escenario. La tristeza sin causa de Dean no reflejaba una realidad de la cultura teen que le rodeaba, bien al contrario, él se la contagió a toda una generación. Y más allá.

La última vez que me reí de esa pose, Scarlett Johansson lucía bragas rosas y miraba Tokio desde el ventanal de su habitación, perfectamente consciente de que participaba de un plano robado del anime Ghost in the Shell y de que Sofía Coppola le había dado el papel por lo bien que había interpetado la apatía característica de los personajes de Clowes, en la adaptación al cine de su cómic Ghost World. Demasiados fantasmas, ¿no?
No es posible calcular cuántos gestos debemos a las pantallas, o si se los debemos casi todos. Eugene Weber, en un estudio dedicado al París del siglo XIX, asegura que en un mundo sin espejos, como lo era aquel salvo para las clases pudientes, la expresividad facial desconocía los matices que hoy asociamos a la picardía, la complicidad o la sospecha, pues requieren ensayo y correspondencia. Tampoco es posible calcular cuántos gestos debemos al espejo, pero lo seguro es que el siglo XX arrancó con muchas y variadas escuelas de aprendizaje, y al alcance de casi todos: la fotografía, el comic, la caricatura y los parques de atracciones, por citar algunos. Ninguno de ellos, no obstante, puede igualar el influjo de un primer plano cinematográfico. Y ningún caricaturista, ni Daumier, Grandville o Kley, pueden soñar con la revolución gestual desatada por Chaplin. Es más, ilustradores, publicistas y caricatos de siguientes generaciones, como Norman Rockwell, bebieron del cine para renovar y reforzar la expresividad de sus personajes.

El cine no sólo ejerció de ingeniero social, sino que potenció y modeló nuestra expresión corporal. Unos pocos ejemplos, no necesariamente positivos ni constructivos: ¿Quién manda a las mujeres levantar un pie al besar al marido?, ¿A quién se le ocurrió que silbar puede ayudarnos a pasar desapercibidos?, ¿Es posible salir de un coche, sin pensar que alguien se fija en nuestra pierna asomando?, ¿Eyaculaban los hombres en los rostros de las mujeres antes de que el cine pornográfico lo institucionalizase como su money shot favorito? ¿Pensaba en voz alta el hombre del medioevo?

En fín, los ejemplos son infinitos. El contagio evidente.

John Berger, en su célebre serie de televisión Ways of Seeing, hacía referencia al impacto que en la identidad de las mujeres causa el hecho de saberse observadas constantemente. Tres décadas después, ¿No compartimos todos esa sensación?
¿No estamos todos en el centro de una fantasía solipsista, potenciada por la música de nuestro MP3 y la certeza de que una buena parte de nuestra vida, efectivamente, está siendo registrada por un tipo u otro de cámara?

Si el mundo es ya un plató, ¿Para qué necesitamos exactamente al cine?

Quizás necesitamos las salas de exhibición como un punto de encuentro, los blockbusters para comprobar el state of the art de las herramientas digitales y las salas alternativas para que nuestro mundo respire un poco de los otros.

Salvemos, pues, los cines. ¿Qué ha muerto entonces del arte cinematográfico?

La muerte del cine ha sido muchas veces anunciada y, en un sólo libro, Paolo Cherchi Ussai ha sido capaz de formular decenas de reflexiones sobre el fín de éste, porque, argumenta, el cine ha sido siempre consciente de su finitud y fragilidad, como lo ha sido para comprender que sólo él contiene fantasmas, ilusiones de unas vidas desaparecidas hace décadas. La muerte ha sido pues, el lógico leit motiv del séptimo arte.
Para ver ilustrados todos los tópicos que relacionan al cine y el vampirismo, véase Shadow of the Vampire.

Cuando Gilles Lipovetsky se refiere, en su libro L’Ecran Global, a un mundo en el que las pantallas constituyen ya el soporte básico de todo conocimiento y comunicación, constata ante todo que el cine, la ficción de 90 minutos, ha perdido la hegemonía de un soporte en el que ha reinado por un siglo, y que a la vez ha perdido el poder de sembrar mitos, cosechar hábitos y contagiar modas. Pero, eso sí, no cede su trono sin haberlo inundado casi todo. Sus modelos de relato, sus arquetipos, estilemas visuales y recursos narrativos, están hoy presentes en las retransmisiones deportivas, los videojuegos, los debates políticos, la publicidad, los museos, la imaginación de los terroristas y la propaganda de quienes les combaten.

Se habla del nuestro como un mundo cinemático, y no creo que sea para referirse a un mundo hipermoderno, sino para recordar a las futuras generaciones que el mundo de sus padres y abuelos, ese que transformarán desde un teclado, se forjó con mitos y maneras surgidas de una silverscreen, una pantalla de plata que tan sólo brillaba en la oscuridad.

Publicado para el catálogo de la exposición "Efecte Cinema" en Can Filipa en abril de 2009

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